Sé que soy porque he sido y porque sigo siendo, pero ignoro
en qué momento dejaré de ser. Ignoro en qué momento mi vida quedará reducida a
cenizas que serán sacudidas por el viento del tiempo. No sé cuándo dejaré de
ser, pero sé que estoy condenado a no ser. Aunque la vida no pueda definirse
únicamente como un camino hacia la muerte, sí se puede decir que empezamos a
morir nada más nacer. No creo en la eternidad porque nada me demuestra que
exista vida más allá de los confines de nuestra existencia en la Tierra. Además,
tampoco siento atracción hacia la idea de eternidad. Frente a ella, me decanto
por valorar la bella singularidad de lo insignificante y de lo limitado. Estas
deducciones determinan considerablemente mi vida. Mi ateísmo, mi no creencia en
lo eterno, mi instalación en lo finito me configuran como ser humano y como
sujeto moral.
"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro
domingo, 1 de noviembre de 2015
domingo, 13 de septiembre de 2015
¿Todo asesinato debe ser sancionado?
La pregunta que se nos plantea es
altamente compleja ya que, presentada de una forma totalmente abierta, nos
introduce de lleno en intrincadas reflexiones sobre la vida y la muerte, que
son los dos fenómenos que marcan en mayor medida nuestra existencia, tanto
desde el punto de vista físico como desde el moral. Como la pregunta está formulada
de manera amplia, sin anclarse en ningún marco temporal o espacial,
consideramos que se proyecta sobre una realidad intemporal. Por ello, la cuestión
debería ser resuelta desde una dimensión ética que franquee todo límite
espacial y temporal, pero que, al mismo tiempo, pueda erigirse en el fundamento
de las pautas por las que debe regirse cualquier grupo humano en un escenario
espacial y temporal. No en vano el propio concepto “asesinato” sólo adquiere
sentido en este ámbito de lo grupal o social. Y es en este preciso punto donde
reside la complejidad de la cuestión, ya que nos vemos forzosamente atravesados
por el entrecruzamiento de unas reflexiones incubadas desde la abstracción y la realidad física y concreta a la que inevitablemente nos remiten.
Para determinar si el acto de
asesinar debe ser siempre sancionado o no deberemos centrar nuestra reflexión
en un escenario hipotético-moral, es decir, en el ámbito de lo formal universal,
en el que la sanción no podría en modo alguno derivar del incumplimiento de una
norma jurídica, ya que este escenario imaginario carece de derecho positivo. La
sanción, por lo tanto, sólo podrá emanar de la negativa consideración moral que
se tenga sobre el acto de asesinar. Es justamente esta cuestión la que va a
ocuparnos en este escrito: ¿es incondicionalmente malo asesinar? O, por el
contrario, ¿puede estar justificado un asesinato?
A simple vista, parece evidente
que el asesinato es per se moralmente nocivo y, por tanto, sancionable en la
medida en que atenta directa y deliberadamente contra el derecho a la vida, que
es el derecho fundamental para poder existir y, por consiguiente, la base y el
origen de todo desarrollo humano. Quien asesina decide arrebatar a otra persona
la vida, aquello sin lo cual él mismo sería incapaz de realizar el mismo acto
de asesinar. De alguna forma, sitúa las razones de su asesinato por encima del
derecho elemental a la vida de la persona que es asesinada. Es nuestra
obligación juzgar si existen motivos que puedan justificar la aniquilación de
la vida de otra persona. En un principio, una persona que disfruta del derecho
a la vida no actúa correctamente si priva de este derecho a otra persona. No
parece que existan motivos de suficiente peso que puedan derruir el derecho a
la vida. De todas formas, cabe matizar que, para pensar de esta manera, debe
presuponerse siempre la categoría inmanente e intocable del derecho a la vida.
Una categoría que ha sido defendida desde el cristianismo hasta el liberalismo,
pasando por el socialismo. De hecho, hasta el propio Hobbes, que albergaba una
concepción pésima de la naturaleza humana, propugnaba el establecimiento de una
organización política que gravitara sobre el blindaje del derecho a la
autoconservación de cada ser humano. El Estado, para Hobbes, sólo podía ser
respetado en la medida en que garantizara tal derecho. Desde una visión de la
naturaleza humana más halagüeña, el liberalismo también supedita toda
construcción política al incondicional respeto hacia los derechos intrínsecos
del ser humano, entre los cuales destaca especialmente el derecho a la vida.
Sin embargo, a pesar de esta férrea y casi unánime defensa del derecho a la
vida, cabe agregar que el reconocimiento de su inmanencia no está
automáticamente garantizado, sino que debe ser adoptado voluntaria y
deliberadamente desde una postura clara y concreta, ya que existen corrientes
del pensamiento que no conciben la vida como un derecho ni como un regalo, sino
más bien como un peso o una condena, pensemos en El extranjero de Camus, obra
en la que el protagonista, sin ningún motivo en concreto, decide acabar con la
vida de una persona inocente, simplemente porque no tiene la vida en gran
consideración, como expresa de forma brillante en la siguiente expresión: “Pero
todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. (...) Desde que
uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo”.
Pero, si atendiésemos al grueso
de la tradición filosófica consideramos que el derecho a la vida es inmanente e
intrínseco al ser humano que vive en sociedad, pues no tiene sentido concebirlo
de otro modo, deberemos concluir que todos, sin excepción alguna, somos,
respecto de la vida, iguales, tan significantes como insignificantes. Cuando
indico que el derecho a la vida es un derecho intrínseco e inmanente al ser
humano, no lo hago atribuyéndole un sentido trascendente, místico o espiritual,
sino ubicando su inmanencia dentro de toda agrupación social. Es la toma de
conciencia sobre la incertidumbre compartida por todos los seres humanos por
igual la que teje los lazos sociales que convierten a la vida en un derecho de
todos. Desde esta perspectiva el asesinato es, pues, sancionable, ya que atenta
directa y deliberadamente contra el derecho a la vida humana y, por ende,
contra la sociedad en la que únicamente es posible esa vida.
Sin embargo, no podemos dejar de
plantearnos la siguiente cuestión: ¿el asesinato, que es indisociable de la
aniquilación del derecho a la vida, es de verdad siempre sancionable?
Encontramos a lo largo de la historia de la humanidad múltiples casos que nos
hace dudar tanto desde el sentimiento como desde la razón. En caso de que la
respuesta sea afirmativa, entonces, ¿deberíamos sancionar los asesinatos de los
esclavos que se levantaron junto con Espartaco para reclamar los derechos que
se les negaban?, ¿deberíamos sancionar el asesinato de un dictador a manos de
uno de sus súbditos?, ¿deberíamos también sancionar un ficticio asesinato de
Hitler perpetrado por un judío? Como vemos, el tema se complejiza notablemente.
Lo más sencillo, quizá, sería declarar que el asesinato es siempre punible,
pero con tal afirmación, podríamos estar incurriendo en alguna injusticia
grave. Para empezar, estaríamos sancionando de primeras buena parte de los
movimientos emancipadores que han tenido lugar a lo largo de la historia, ya
que, la mayoría de ellos, enclavados en una realidad en la que la capacidad de
acción no violenta les era impedida por el hermetismo del orden social que los
sometía y que obstruía toda pretensión de desarrollo pacífico en pos de la
conquista de sus derechos, el único recurso viable y eficaz para avanzar era en
la mayoría de ocasiones la violencia, expresada ésta por medio de asesinatos.
Observamos así que un número más que considerable de los derechos que
disfrutamos hoy en día son fruto de luchas del pasado en las que se recurrió al
asesinato de los opresores. Basándonos en la idea ya enunciada de que el
derecho a la vida es un derecho inmanente y fundamental, debiéramos colegir que
buena parte de los derechos de los que gozamos en la actualidad han sido
alcanzados por vías ilegales y sancionables, en la medida en que han atentado
contra el derecho a la vida de numerosas personas. Pero, ¿de verdad podemos
pensar que los movimientos que han contribuido a la liberación del individuo
pueden ser sancionados?
Para resolver este dilema,
creemos que es necesario matizar de nuevo varias cuestiones. Creo que, como
hace el filósofo Slavoj Zizek, es esencial distinguir entre dos tipos de
violencia: la violencia objetiva y la violencia subjetiva. La violencia
subjetiva se caracteriza por plasmarse de manera concreta y diáfana en la
realidad. Es la violencia que agrede físicamente y que, por desplegarse en la
realidad visible, causa en nosotros numerosas reacciones emocionales de
rechazo. El ejemplo más reciente de violencia subjetiva y que es muy palmario
es la imagen del niño sirio que yace muerto en una playa turca. Esta imagen
refleja claramente los horrores de la guerra siria y de la crisis de los
refugiados, por eso nos conmueve tanto. Por lo contrario, la violencia objetiva
es aquélla que no se percibe con la misma facilidad que la subjetiva, ya que
hace referencia a la violencia abstracta que se esconde bajo el paraguas de un
sistema que dirige el funcionamiento de nuestra sociedad actual y que
posibilita la fragmentación del mundo y de los individuos que lo habitan en dos
categorías: los privilegiados y los desfavorecidos, los ricos y los desechados.
La guerra siria y la crisis de los refugiados se explica mejor desde esta
concepción objetiva de la violencia que desde la subjetiva, el problema es que,
al ser una crítica abstracta, no genera ni la misma atención ni, por supuesto,
la misma conmoción.
Todo asesinato es un ejemplo de
violencia subjetiva, ya que siempre acaba físicamente con la vida de una
persona. Sin embargo, cabe dilucidar si esta violencia subjetiva es motivada
por una previa violencia objetiva. Es decir, cabe determinar si el ataque al
derecho a la vida causado por el asesinato no ha sido alentado por un ataque
previo al derecho a la vida de quien intenta llevar a cabo la acción de
asesinar. Pongamos un par de ejemplos: el esclavo que acaba con la vida del amo
que le oprime. Es evidente que, mediante el asesinato, el esclavo vulnera
implacablemente el derecho a la vida de su amo. Sin embargo, es necesario
observar que, previamente a ese acto, es el amo el que no respeta el derecho a
la vida del esclavo, ya que le oprime y le somete a unas condiciones
infrahumanas aprovechándose de un sistema que le faculta para esclavizar. Lo
mismo podríamos decir del hipotético caso en el que un judío, al ver cómo el
sistema nazi atentaba directamente contra el derecho a la vida de los miembros
de su religión, hubiera asesinado a Hitler. Este judío, que al estar vivo para
poder asesinar a Hitler deducimos que todavía no ha sufrido un acto de
violencia subjetiva, le asesinaría basándose en el atropello de su derecho a la
vida pergeñado de forma sistémica y objetiva por el régimen nazi. En ambos
casos se realizaría un acto de violencia subjetiva como respuesta al
sufrimiento de un acto previo de violencia objetiva.
Hallamos en estos ejemplos una
confrontación entre dos ataques al derecho a la vida: uno objetivo que se
perpetra a partir del cruel funcionamiento de un sistema; y otro subjetivo, que
se inicia como respuesta al anterior y que se lleva a cabo mediante el acto de
asesinar. En estos casos, ¿sería también sancionable el asesinato? En nuestra
opinión, no sería sancionable, ya que el acto de asesinar viene estimulado por
la necesidad de defenderse frente a un ataque previo al derecho a la vida.
Aunque pueda sonar paradójico, si no contradictorio, en ocasiones el acto de
matar puede ser el único medio de garantía de la vida. Lo apreciamos claramente
en los casos de muerte en legítima defensa. No se puede sancionar a quien mata
en estos casos de defensa porque su acción violenta no presupone un sentimiento
de mayor valoración de su vida en comparación con la de la persona a quien
mata, sino que mata precisamente porque la persona a quien mata se ha situado
por encima de él y ha intentado arrebatarle la vida. Es precisamente cuando ha
dejado de reconocérsele su derecho a la vida cuando ha atacado el derecho a la vida
de otra persona. En cambio, es quien se abalanza sobre él quien ha decido que
su vida vale más que la de su víctima y quien, no contento con disfrutar de su
derecho a la vida, opta por aniquilar este derecho de otra persona. Por lo
tanto, está justificado que, quien es víctima de este ataque, pueda matar en su
defensa a quien le ataca. La muerte en legítima defensa es un caso claro de
enfrentamiento desarrollado por medio de la violencia subjetiva, ya que la
amenaza física sobre la persona que acaba matando es real. Ahora bien, lo mismo
podemos defender en los casos en que se mata como respuesta a una violencia
objetiva, como se han visto obligados a hacer buena parte de los movimientos
emancipadores a lo largo de la historia. Puede alegarse que no es un tipo de
violencia comparable a la del asesinato, ya que, matar en legítima defensa no
entraña la maquinación deliberada que exige todo asesinato. Sin embargo, en mi
opinión, se tratan de dos acciones movidas por la misma necesidad de defensa
frente a un previo ataque al derecho a la vida, por lo que sí son comparables.
Con todo lo argumentado hasta
ahora, nos aproximamos a la conclusión: todo asesinato es sancionable, excepto
cuando constituye una defensa frente a un previo ataque al derecho a la vida de
una persona o de un grupo de personas, ya que en estos casos, la muerte no es
causada por la soberbia de una persona que dota de mayor consideración a su
vida en comparación con la de las otras personas, sino que el acto de matar que
realiza brota precisamente de la necesidad de protegerse frente a quien desde
el inicio niega el derecho a la vida de otras personas. Produce perplejidad
pensar que, efectivamente, quienes lucharon por la conquista de los derechos
que hoy disfrutamos se vieran obligados a recurrir en ocasiones a asesinatos
para garantizar la vida de un número voluminoso de personas. Pero así de
compleja y contradictoria es la historia y la especie humana. Bertolt Brecht lo
reflejó perfectamente: “También la ira contra la injusticia pone ronca la voz.
Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad
no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el
hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia”. Lo que parece
evidente es que si en el mundo se respetara verdaderamente el derecho a la vida
de todas las personas, la violencia nunca sería necesaria, y, por consiguiente,
el asesinato nunca estaría justificado.
Para finalizar, simplemente
recordar que con este texto sólo hemos pretendido proporcionar humildemente
unas pautas morales sobre las que creemos que debería sustentarse todo Estado
de Derecho. Por lo tanto, cuando hablamos de que existen asesinatos que pueden
estar justificados lo hemos hecho, como ya se ha advertido al comienzo,
proyectando nuestras reflexiones sobre un escenario no jurídico. Con esto
queremos decir que, en caso de que el ataque al derecho a la vida de una
persona tuviera lugar dentro de un país donde este derecho fuera reconocido y
donde, por tanto, existieran vías eficaces de defensa del mismo, el asesinato
para garantizar su protección sería totalmente injustificado.
jueves, 10 de septiembre de 2015
LOS NADIES
Salgo de casa para ir a la compra
como todas las mañanas. Al girar en la primera esquina de la manzana, me topo
de bruces con un ser humano que naufraga en la pobreza. Paso todas las mañanas
por su lado y, sin embargo, es como si cada mañana fuera la primera. No logro
habituarme a la desgarradora experiencia de ver a un semejante ahogándose en la
miseria. No sé cómo actuar cuando atravieso la esquina en la que se arrebuja
esta persona arrancada ignominiosamente de la sociedad: dudo entre darle unas
monedas, pasar de largo con forzada indiferencia o lanzarle una sonrisa
compasiva. No sé qué podrá resultarle menos ofensivo, pero sí sé que ninguna de
estas acciones contribuirá a mejorar su porvenir.
No puedo evitar reparar en su
mirada desamparada, en la pesadez de sus facciones, en sus labios perdidos, en
su sorda voz que desesperadamente reclama clemencia, en los efectos turbadores de
un rostro desfigurado por la impotencia causada por un horizonte arrebatado.
Navego por las imágenes de su familia expuestas en el precario cartón al que se
aferra en última instancia para recibir auxilio de los afortunados que
sorteamos su inquietante presencia, y me imagino las menesterosas y desdichadas
vidas de sus hijos y de sus hijas, unas vidas esterilizadas desde el inicio por
una civilización adentrada en un vertiginoso proceso de deshumanización.
Miro a su alrededor y me conmuevo por el abrumador impacto que origina la visión del mundo feliz que fluye profusa y despreocupadamente fuera del espacio en el que se asienta este ser humano: hombres y mujeres libres que cargamos bolsas llenas de alimentos, de ilusiones y de excesos, que nos desplazamos en automóviles confortables y calientes, que gritamos de júbilo y lloramos de pena. Observo nuestro ilimitado mundo y le observo a él confinado en un rincón inmundo donde su vida transcurre congelada por las frías cercas de la desesperanza. No vive aunque vive. No muere, aunque ya está muerto.
domingo, 17 de mayo de 2015
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres es una obra imprescindible para aproximarse al pensamiento de
Rousseau. En este libro, el gran filósofo francés sostiene que el ser humano en
el estado de la naturaleza era libre e independiente. Carente de cualquier
capacidad de raciocinio y confinados sus intereses a la satisfacción del deseo
de conservación, el ser primitivo era un ser excepcional y robusto que se las
arreglaba perfectamente para sobrevivir. Era un hombre animal que se inquietaba
principalmente por encontrar los recursos suficientes con los que saciar su
apetito. Además, a diferencia del hombre civilizado, sentía piedad ante el
dolor de los semejantes. En el estado de naturaleza, no existían ni las familias,
ni las sociedades, ni los sistemas políticos, tampoco la propiedad. El ser
primitivo vivía de manera autónoma en los bosques, sin relacionarse con el
resto de seres humanos. Estaba desprovisto de las facultades racionales de
abstracción de las que hoy goza, por lo que no podía remitir a realidades
metafísicas ni cultivar ningún tipo de reflexión. Era un ser simple y
autosuficiente que se contentaba con poco y que ni siquiera necesitaba recurrir
al lenguaje.
Con el transcurso del tiempo y con
la sucesión de cambios en el entorno, el ser primitivo se vio forzado a
adaptarse a las nuevas circunstancias que iban apareciendo, por lo que empezó a
desarrollar distintas destrezas como la de construir arcos o la de encender
fuegos. Gradualmente, fue adquiriendo y almacenando conocimientos que le
facilitaban la lucha contra las inclemencias geográficas y medioambientales. Se
inició en el lenguaje y comenzó a perfeccionar la capacidad suprasensorial.
Como consecuencia, se valió de las ramas de los árboles para levantar cabañas
en las que poder asentarse y vivir con mayor estabilidad. En estas incipientes
residencias, el hombre y la mujer primitiva pudieron tejer por primera vez
lazos amorosos, lo que dio origen a las familias. Se construyeron nuevas cabañas
en torno a las iniciales, dando paso a una concentración de familias de la que
brotó la sociedad.
Según Rousseau, la inmersión del
hombre en la sociedad constituyó la primera perversión de la pureza propia del
estado de naturaleza. Al introducirse en la sociedad, el ser primitivo dejó de
obtener la felicidad del resultado exitoso de sus actos. Ahora la satisfacción
la encontraba especialmente en la relación con los demás. Nuevos sentimientos
como el de la venganza, el de la envidia o el del prestigio aparecieron a raíz
de la nueva sociabilidad del ser primitivo. Asimismo, imbuido de ideas y
planificaciones que superaban el carácter inmediato que anteriormente
prevalecía en sus acciones, el ser primitivo descubrió la agricultura. El
establecimiento permanente en un lugar era un requisito esencial para la
dedicación al cultivo de la tierra. De modo que la posesión continua de estos
incipientes terrenos agrícolas fue determinante para el surgimiento del derecho
de propiedad.
El derecho de propiedad fue, a
los ojos de Rousseau, el hecho que más contribuyó al menoscabo del estado de
naturaleza. Con él surgieron a borbotones las desigualdades entre los seres
humanos, ya que el desarrollo de la agricultura no era igual para todos, sino
que dependía estrechamente de las virtudes de cada sujeto y de las
características de la tierra. La instauración de la desigualdad entre los seres
humanos dio pie a la aparición de los primeros tipos de subordinación. Si en el estado de naturaleza se carecía de
cualquier posesión, en este nuevo escenario la posesión de la propiedad era el
elemento que determinaba el sometimiento de quienes menos tenían a los que más
tenían. La armonía reinante en la era primitiva fue dinamitada por las nuevas
conductas que propugnaban la acumulación de la propiedad en manos de los ricos.
Asimismo, la desigualdad engendraba inestabilidad, ya que los individuos,
dentro del reciente espacio de interdependencia, no podían permanecer
indiferentes frente a las acciones del resto de sujetos.
La nueva realidad que aniquiló las bondades del estado de naturaleza se sustentaba en la potenciación en los individuos del deseo de causar mal a los semejantes: por un lado, los ricos necesitaban de los servicios que los pobres les ofrecían; por otro lado, los pobres necesitaban de los auxilios de los ricos. Ni los unos ni los otros eran independientes, ambos basaban sus ambiciones en la reducción del bienestar del grupo contrario.
La nueva realidad que aniquiló las bondades del estado de naturaleza se sustentaba en la potenciación en los individuos del deseo de causar mal a los semejantes: por un lado, los ricos necesitaban de los servicios que los pobres les ofrecían; por otro lado, los pobres necesitaban de los auxilios de los ricos. Ni los unos ni los otros eran independientes, ambos basaban sus ambiciones en la reducción del bienestar del grupo contrario.
En este continuo estado de lucha,
los ricos se arriesgaban a perder sus posesiones, mientras que los pobres sólo
podían perder sus cadenas. Los ricos, por lo tanto, tenían más que perder y por
ello impulsaron la creación de sociedades con las que prometían salvaguardar a
los pueblos con leyes que rubricaran la concordia. La multiplicación de
sociedades no fue sino una maniobra de los ricos con la que consolidaron su
poder y cuando los pobres se percataron de ello, decidieron construir gobiernos
donde se sintieran realmente respetados. Fue así como nacieron los cuerpos
políticos y como los individuos encomendaron a los magistrados la
representación de sus intereses.
Los individuos, haciendo uso de
sus libertades naturales, se dotaron de gobiernos para gestionar con mayor
eficacia los problemas dimanantes de la convivencia en sociedad. Estos cuerpos
políticos, que debían estar al servicio de los individuos, fueron degradándose
hasta que degeneraron en las monarquías absolutas que anegaban Europa en los
tiempos de Rousseau. La desigualdad hundió así sus raíces en unos sistemas
políticos que sólo podían sostenerse con la propagación de un relato que
legitimara la flagrante desigualdad sobre la que se asentaban los gobiernos de
los reyes europeos. Rousseau desarrolla al respecto unas reflexiones tan
sublimes como vigentes, de las cuales se desprende la siguiente idea: la
desigualdad política (que iba más allá de la económica originada por el inicuo
reparto de la propiedad) puede calar en la sociedad gracias a los vicios que
caracterizan al nuevo ser social. Como el nuevo ser social está obsesionado en
distinguirse frente a los otros, no le importa encontrarse sumido en un estado
de desigualdad mientras persistan por debajo de él personas que padecen mayores
injusticias. No le importa cargar con cadenas mientras pueda subyugar a los
individuos que se encuentran en una situación inferior a la suya. En lugar de
adoptar una actitud emancipadora y reivindicativa, se enclava en el conformismo
que le genera observar que puede someter a otras personas. Se trata de una
actitud que coadyuva a la perpetuación del statu
quo: al mirar hacia abajo, no repara en el yugo que sobre él colocan
quienes se encuentran por encima.
Este gradual deterioro del ser
primitivo culmina finalmente en el afianzamiento de unas sociedades corrompidas
por la preponderancia de los valores perversos y egoístas del nuevo ser social.
Las nuevas sociedades alojan a individuos artificiales, que más que disfrutar
de la vida, disfrutan del sufrimiento ajeno. Son sociedades donde el valor que
se otorga a la envoltura de las cosas es mayor que el atribuido al contenido de
las mismas. Donde existe el placer sin dicha, la reputación sin honor y el conocimiento
sin sabiduría. Son sociedades despóticas en las que acaba imponiéndose en el
poder el más fuerte. Con tan débil fundamento, los gobiernos se tornan efímeros
y los cuerpos políticos terminan por disolverse. Se vuelve así a un estado de
naturaleza, pero en esta ocasión corrupto, donde la bondad y la piedad no
tienen cabida.
jueves, 30 de abril de 2015
¿Dónde está la grieta?
Hace unos meses, circulaba por internet una conferencia de Íñigo Errejón en la que éste reflexionaba sosegadamente sobre la grieta que el 15-M había abierto en la sociedad española y que había aprovechado Podemos para introducirse de lleno en el escenario político español. Por aquel entonces, el vídeo se difundió con éxito y recibió numerosos elogios por el rigor, el acierto y la precisión del análisis. Sin embargo, pocos meses después, la pregunta que revolotea nuestras cabezas es la siguiente: ¿sigue teniendo validez el análisis de Errejón?
Para entender cabalmente el significado de esta grieta a la que aludía Errejón, es necesario evocar a Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, los dos pensadores posmarxistas que han nutrido ideológicamente en mayor medida a los líderes de Podemos. Mouffe y Laclau reactualizaron algunos conceptos de Antonio Gramsci para plantear una alternativa política de izquierdas que se adecuara a los parámetros surgidos en la segunda mitad del siglo pasado. Abjuraron del historicismo predominante en el marxismo ortodoxo y centraron su teoría en la presentación de un escenario político caracterizado por el pluralismo y por la continua lucha por construir hegemonía. Esta concepción de la política iba ligada estrechamente a la idea de que la política nunca está prefijada, sino que más bien son los diferentes sujetos quienes la determinan a través de la acción.
Las identidades políticas, según Mouffe y Laclau, se caracterizan precisamente por no alcanzar nunca una plenitud total. Siempre son susceptibles de ser reconfiguradas, por esta razón, debe indicarse que toda hegemonía es, a fin de cuentas, provisional (aunque se trate de una provisionalidad alargada), ya que siempre es posible subvertirla. Esta subversión es posible cuando las identidades, los símbolos y las fuerzas del poder hegemónico se agrietan y pierden consistencia, dando lugar a lo que Gramsci denominó crisis orgánica. Esta crisis orgánica habilita la posibilidad de construir una nueva hegemonía que suplante a la que languidece. Ahora bien, ¿cómo se puede forjar este poder hegemónico? Mouffe y Laclau enfocan esta cuestión atribuyendo una relevancia primordial al papel que desempeña el lenguaje en la configuración de la realidad: es dotando a los términos (a los significantes) de un significado afín a la tendencia política que se pretende implantar como se consigue construir una posición hegemónica. Los significantes del antiguo sujeto hegemónico que comienzan a perder consistencia (los significantes flotantes) deben vincularse a un nuevo significado.
Esta construcción de la hegemonía precisa la articulación de diferentes sujetos presentes en la sociedad para la constitución de una mayoría amplia que se identifique con los nuevos significados introducidos por el sujeto que brega por alcanzar la hegemonía. Esta articulación hegemónica, según Mouffe y Laclau, se materializa gracias a la dicotomización de la realidad política, ya que la fijación de un adversario compartido consigue unificar a los distintos sujetos sociales, neutralizando de este modo las diferencias que en condiciones normales alejaría a unos de otros.
De acuerdo con estos dos autores y siguiendo la línea del análisis de Errejón, el 15-M abrió una grieta en el sistema político español que zarandeó las bases sobre las que se había cimentado la política española desde la Transición. El 15-M bosquejó un nuevo horizonte sobre el que se depositaron los anhelos de cambio de una cantidad considerable de españoles que cuestionaba el funcionamiento patológico de un sistema penetrado por el desempleo, la desigualdad, la corrupción, la opacidad… Frente a este desalentador panorama, los indignados reclamaron “una democracia real” que diera voz a la ciudadanía; que fuera dirigida por personas decentes que representaran los intereses colectivos; que luchara por erradicar las desigualdades sociales que anegaban el país; que socavara el individualismo y fomentara el cooperativismo; y que pusiera coto a los privilegios de ese simbólico 1% de la población que acumulaba tanta riqueza como el restante 99%.
Con la aparición del 15-M, a juicio de Errejón, el sistema político incubado en la Transición entró en una crisis orgánica que comportó el debilitamiento de varios de sus elementos principales. La sociedad española se había empezado a concienciar políticamente y, desde ese momento, su actitud frente a la realidad política iba a tornarse más reivindicativa y exigente: arreciaron las mareas y las marchas contra las injusticias que perpetraba el sistema, la televisión gradualmente iba siendo colonizada por las tertulias que versaban sobre la actualidad política, los políticos se empezaban a interesar por revestir una apariencia cercana a la ciudadanía, los jóvenes que no habían participado en el proceso de transición a la democracia tomaban la voz cantante… Aplicando la teoría de Mouffe y Laclau, el sistema español se encontraba en un estado de desintegración plasmado especialmente en la sacudida sufrida por algunos significantes que hasta ese momento no habían sido seriamente cuestionados y que ahora se tornaban flotantes. El propio lema del 15-M (“Democracia Real Ya”), ilustra claramente este fenómeno: un concepto que parecía tan consensuado como el de democracia se ponía en cuestionamiento. En consecuencia, se exigía una democracia real que no se correspondía con la practicada por el sistema español y que debía consistir en una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos políticos.
Por este agujero producido por la grieta del 15-M se coló Podemos para intentar cristalizar institucionalmente la transformación experimentada por la sociedad española. Aprovechándose de que el viento soplaba a su favor y de que los elementos del sistema se encontraban en un estado de notable resquebrajamiento, Podemos se propuso trasladar a las instituciones políticas el cambio germinado en la sociedad para poder culminar el ascenso de una concepción de la política que cada día iba ganando más seguidores. Para este proceso de articulación hegemónica, los dirigentes de Podemos, manteniéndose fieles al influjo teórico de Mouffe y Laclau, trazaron el adversario al que debían hacer frente: LA CASTA. En esta palabra se concentraba un conjunto de matices y connotaciones que respondía rápida y concisamente a la denuncia que la ciudadanía había estado manifestando reiteradamente a raíz del 15-M. La palabra “casta” remitía a los políticos y banqueros que habían saqueado las instituciones y que habían amasado cantidades inimaginables de dinero a costa del empobrecimiento de la mayor parte de la población.
En pocos meses, Podemos se vio catapultado a lo más alto de la arena política. En virtud de lo reflejado en las encuestas que se sucedían, Podemos estaba sabiendo captar los votos de una parte del electorado que tradicionalmente no se había identificado con medidas de la línea ideológica que latía en la formación de Pablo Iglesias, pero que, sin embargo, se sentía atraído por esa denuncia a la casta unánimemente compartida. Deliberadamente, los dirigentes del partido buscaron acentuar el potencial de su transversalidad renegando del tradicional eje de izquierda y derecha. Lo reemplazaron por un nuevo eje que hacía referencia a los de arriba y a los de abajo y que permitía romper con una identidad de la izquierda que durante los años de la crisis no había sabido canalizar fluidamente las nuevas demandas ciudadanas, como bien puede apreciarse en los resultados de las elecciones estatales de noviembre de 2011, en las que, con el 15-M bastante reciente, ni el PSOE ni Izquierda Unida supieron dar respuesta al cambio que estaba produciéndose en la sociedad.
Todo iba viento en popa para Podemos en el momento en que Errejón realizó la extraordinaria conferencia en noviembre del año pasado. Era primera fuerza en varias encuestas y los ciudadanos parecían recibir con esperanza e ilusión su irrupción. Sin embargo, de repente, el fulgurante ascenso de Ciudadanos lo ha cambiado todo. Nos encontramos a menos de un mes de las elecciones autonómicas y las encuestas sitúan a Podemos como cuarta fuerza en bastantes comunidades. En el momento en que escribo, Ciudadanos le ha arrebatado una buena parte del discurso transversal. Ese sector del electorado que había conseguido atraer Podemos y que tradicionalmente se había identificado más con el centro/centro-derecha, parece que se ha alejado notoriamente del partido de Pablo Iglesias en beneficio de Ciudadanos. Así las cosas, ¿es posible seguir hablando de la existencia de una grieta?
Las mismas encuestas que dan cuenta del estancamiento de Podemos en los últimos meses, siguen evidenciando que el tablero político español se ha visto altamente metamorfoseado en cosa menos de un año: los votos que antes se repartían el PSOE y el PP son distribuidos ahora entre cuatro fuerzas diferentes y bastante emparejadas. De ello se desprende que, efectivamente, se ha abierto una grieta en la realidad política española que ha dado paso al surgimiento tanto de Podemos como de Ciudadanos. Sin embargo, la cuestión radica en determinar de qué tipo de grieta se trata. En mi opinión, si se consolida la tendencia ascendente de Ciudadanos que han expresado las encuestas en los últimos meses, ya no se podrá hablar de la grieta a la que hacía referencia Errejón en su conferencia.
El perfil del votante medio de Ciudadanos se caracteriza por sentir repulsa hacia los continuos casos de corrupción que se dan en España. Seguramente, al igual que los votantes de Podemos, rechaza a la casta. Y por esta razón puede entenderse que una parte de quienes ahora, según las encuestas, se predisponen a votar a Ciudadanos se hayan sentido identificados anteriormente con Podemos. Sin embargo, la idea que tienen ambos partidos sobre la casta difiere notablemente. Si bien para Ciudadanos el concepto de casta hace referencia a los políticos “chorizos” que roban a los españoles y que son corruptos, para Podemos la idea de la casta es más amplia, ya que hace referencia a la fragmentación social generada por un sistema económico que produce a una casta de banqueros y políticos que empujan a la precariedad y a la miseria a los que se encuentran abajo del sistema. Para el partido de Pablo Iglesias existe una relación directa entre la riqueza de la casta y la menesterosidad de los de abajo. Podemos bebe de las reivindicaciones lanzadas por el 15-M que cuestionan el sistema económico neoliberal, aunque el pragmatismo al que habitualmente recurren sus dirigentes aleja en ocasiones al partido de estas reivindicaciones sociales. Ciudadanos, por el contrario, sólo parece tener en común con el 15-M la lucha contra la opacidad y la corrupción.
Por esta razón, de consolidarse este ascenso de Ciudadanos, difícilmente podremos seguir sosteniendo, como sostenía Errejón, que el 15-M abrió una grieta que dio paso a la construcción de un poder hegemónico que iba camino a cambiar sustancialmente el sistema político y económico del país. La irrupción de Ciudadanos, por el contrario, puede mostrarnos que quizá la sociedad española no estaba tan contagiada por el 15-M como algunos pensábamos, ya que la crítica que Ciudadanos hace al sistema no pone en cuestionamiento a éste, simplemente señala un vicio del mismo (la corrupción) que es consustancial a la mayoría de regímenes políticos. Se trata de una denuncia moderada, superficial y coyuntural que no pone en tela de juicio los elementos básicos del sistema y que no se adhiere a las reivindicaciones que el 15-M esgrimió en contra de la desigualdad social, de la democracia representativa y del capitalismo financiero.
El gran respaldo social del que parece gozar Ciudadanos en las últimas encuestas evidencia que la grieta de la que hablaba Errejón no se ha producido tanto en el sistema como tal cuanto en el bipartidismo. Recordando a Mouffe y Laclau, podemos hablar de la gradual implantación de una posición hegemónica que, a diferencia de lo que pronosticaba Errejón, no viene a superar el sistema dirigido por la casta, sino que viene para mitigar el papel de los dos partidos que se han alternado en el poder en las últimas tres décadas. Una posición hegemónica que se articula únicamente en contraposición al PP y al PSOE, y que no implica la erradicación de las patologías del sistema que el 15-M alumbró y que Podemos ha denunciado desde su irrupción. Si se consolida el ascenso de Ciudadanos, constataremos, desalentados, que las reivindicaciones sociales blandidas por el 15-M no han penetrado en la sociedad con la profundidad con la que nos figurábamos. Constataremos que la interpretación de la crisis realizada por buena parte de la ciudadanía ha sido más coyuntural que sistemática. La grieta abierta a raíz de la crisis habrá sido aprovechada para la construcción de una hegemonía que sólo se diferenciará de la anterior en su fachada.
PD: necesitaría otro artículo entero para poder desarrollar otra hipótesis que también podría ser válida y que consistiría en achacar en buena parte a Podemos el no haber sabido canalizar las demandas lanzadas por la sociedad debido a la excesiva burocratización que ha experimentado la organización del partido. En este artículo he optado por analizar la evolución de la sociedad sin conectarla con la evolución de Podemos, lo que me parece interesante pero quizá sea insuficiente si entendemos que los partidos políticos también pueden incidir en la transformación de la sociedad.
Añado el link del vídeo de la conferencia de Errejón por si a alguien le interesa verlo: https://www.youtube.com/watch?v=H2VRNU9dXsY :)
PD: necesitaría otro artículo entero para poder desarrollar otra hipótesis que también podría ser válida y que consistiría en achacar en buena parte a Podemos el no haber sabido canalizar las demandas lanzadas por la sociedad debido a la excesiva burocratización que ha experimentado la organización del partido. En este artículo he optado por analizar la evolución de la sociedad sin conectarla con la evolución de Podemos, lo que me parece interesante pero quizá sea insuficiente si entendemos que los partidos políticos también pueden incidir en la transformación de la sociedad.
Añado el link del vídeo de la conferencia de Errejón por si a alguien le interesa verlo: https://www.youtube.com/watch?v=H2VRNU9dXsY :)
miércoles, 18 de marzo de 2015
¿Por qué avergonzarnos de nuestra insignificancia?
No sé si vosotros pensáis lo
mismo, pero creo que vivimos en una sociedad muy propensa al “autobombo”. Cada
día me reafirmo más en esta idea. Las redes sociales han incrementado
colosalmente nuestra capacidad de exposición al público, y parece ser que nos
encanta. Pero ojalá se tratara de una mera cuestión de exhibicionismo. El
problema, sin embargo, es más gordo, pues esta exposición al público con
frecuencia destila un engreimiento y un narcisismo que las redes sociales albergan
y potencian con destreza.
Cada vez que abro Twitter me
pongo nervioso al leer los tuits que algunos famosos retuitean. Lo hemos
naturalizado, pero no es normal que una persona remita al resto los halagos que
vierten sobre él. A todos nos gusta que nos dirijan mensajes lisonjeros y
cariñosos, pero de ahí a hacérselo saber a todo el mundo hay un paso grande. No
puedo entender qué finalidad se esconde tras semejante forma de actuar si no se
trata de una necesidad por mostrar al resto de personas la valía de uno. Y la
pregunta viene ahora: ¿por qué comunicar al mundo lo que valemos, o lo buenos
que somos en una materia en concreto, o lo que nos quieren nuestros amigos y
amigas? De verdad, ¿qué se consigue informando al resto de personas, muchas
incluso desconocidas, de nuestras destrezas? Atendiendo a la naturalización
social de este fenómeno, supongo que no debe de ser una pregunta que se plantee
a menudo. Pero ello no es óbice para que yo insista en lo alarmante de esta
actitud propagada y abrazada por la mayoría de nosotros (empleo el plural
porque, aunque yo luche vigorosamente contra esta preocupante tendencia,
seguramente haya sido atrapado en algún momento de mi vida por sus tentáculos).
Utilizamos con frecuencia las redes
sociales para demostrar que somos felices, que tenemos una vida entretenida y
dinámica, que gozamos de férreas y leales amistades, que somos buenos hijos que
felicitamos a nuestros padres con párrafos conmovedores en Facebook… Plasmamos nuestras
vicisitudes diarias en las redes extrayendo nuestras experiencias cotidianas de
los confines de la intimidad y la privacidad. Damos prioridad a comunicar y
mostrar a los otros los acontecimientos que jalonan nuestras vidas antes que a disfrutar
interiormente y con nuestro círculo más próximo de lo que nos emociona y nos
hace felices. Es como si la felicidad derivara más del hecho de compartirla y
presumirla que de disfrutarla y saborearla.
Lo que me preocupa, como he
comentado al principio, es la sobrevaloración de nuestras vidas que subyace a
este tipo de actitud que hemos adoptado en las redes sociales. Tengo la
sensación de que pensamos que nuestras vidas son importantísimas, que son
dignas de ser mostradas continuamente y sin censura alguna al resto de humanos.
Nos creemos demasiado interesantes, nos damos coba a nosotros mismos pensando
que nuestras vidas deben ser minuciosamente representadas ante el mundo entero.
Y lo peor es que sobrevalorándonos, dejamos de valorarnos, porque olvidamos que
solo somos importantes en la medida en que somos insignificantes. Y que si la
vida es maravillosa se debe precisamente a que aun siendo minúsculos y
habitando ese diminuto punto azul pálido que es la Tierra, sentimos la vida
como la experiencia más grande que puede existir.
jueves, 26 de febrero de 2015
Contra nuestra sociedad líquida
En estos tiempos de individualismo feroz en los que nos toca vivir, creo que es necesario recurrir a autores que nos alumbren una realidad alternativa a la actual. En el último año, transido de hartazgo, me he dedicado a leer alguna que otra cosa de pensadores críticos con la presente sociedad capitalista. Necesitaba sumergirme en lecturas que me hicieran sentirme menos incomprendido de lo que me siento sumido en un mundo donde impera lo volátil y pasajero.
Bauman fue el primero en cuyos pensamientos me vi reflejado.
Puso voz, lucidez y concreción conceptual a muchas de mis inquietudes. Este
veterano sociólogo denuncia la liquidez que reviste cualquier modalidad del
capitalismo de nuestros días. Nos hemos adentrado en un mundo radicalmente
inestable, asentado en el principio consumista del usar y tirar, en la
precariedad de los lazos humanos, en el seguimiento religioso de las
directrices del mercado, en la fugacidad de las cosas y en la infatigable
voracidad del deseo por el deseo. No es que se haya desvanecido todo lo que era
sólido, sino que no existe nada sólido. Las vidas se conciben como proyectos
impulsados imparablemente por unos intereses individuales que no conocen límite
alguno. Ha tenido lugar una radical individualización de las existencias de los
sujetos, los cuales pasean jactanciosamente por el mundo haciendo ostentación
de las presuntas libertades de las que gozan.
Esta sociedad líquida que describe Bauman se caracteriza
precisamente por habitar en un una individualidad que no es en modo alguno real,
pues la supuesta libertad que la incuba se encuentra carcomida por el propio
funcionamiento del sistema capitalista, que conduce a un continuo estado de
inseguridad, a un continuo estado de alerta. Cuando nada es sólido, el
individuo no puede despistarse ni un segundo, ya que, si se despista, pierde de
vista la forma concreta en que se configura una sociedad que no cesa en su
movimiento, una sociedad que es constantemente moldeada por las veleidades
capitalistas. Esta sociedad líquida va atada a un sistema de acumulación que
nunca se contenta y que, por consiguiente, siempre está en marcha. La libertad
es pervertida por el miedo de uno a quedarse rezagado en una sociedad
sustentada en lo volátil y cambiante, ya que no es libre quien no puede
quedarse sentado disfrutando tranquilamente de su libertad. En una célebre
frase de Tayllerand a Napoleón se expresa claramente esta idea: “Con las
bayonetas, sire, se puede hacer de todo menos una cosa: sentarse sobre ellas”.
La guerra requiere de una continua actividad que impide la estabilidad que el
poder necesita, del mismo modo en que, paradójicamente, la continua actividad que
el capitalismo consumista exige para que seamos libres impide la libertad que
promociona.
El engranaje de esta máquina capitalista nos condena a la
tiranía del presente. Vivimos en una sociedad ufana, una sociedad estrecha de
miras que funde la historia de la humanidad en un presente todopoderoso y
desenfrenado, que no entiende ni de pasados ni de futuros. Esta sociedad
líquida engendrada por el capitalismo actual concibe el presente como único y
eterno, un presente desgajado del curso de la historia y blindando por el infranqueable
muro de la irresponsabilidad. Basta con analizar el nuevo eslogan de la marca
deportiva ADIDAS para percatarse de esto: “El ayer es pasado. El ahora es
nuestro. Puedes hacer algo para ser recordado. Aprovecha el presente.” Existe
una sucesión de presentes dentro de los cuales está permitido cualquier cosa,
en la medida en que se carece de una perspectiva temporal que permita abordar
el presente desde el pasado y encaminarlo hacia un futuro. Presentes que se
renuevan episódicamente, que únicamente tienen en común su carácter intercambiable
y que conducen a una sociedad donde lo que parece imprescindible hoy, será
desechable mañana.
En este escenario se desenvuelven las élites políticas y
económicas que gobiernan el mundo capitalista desde hace unas décadas.
Chistopher Lasch, rebatiendo a Ortega, las denominó hombres élite. Quienes de verdad ostentan el poder de
determinar los asuntos de la humanidad no son los hombres masa, sino los
hombres élite, en los que concurren todos los rasgos despectivos que Ortega
atribuía a los primeros. Los hombres élite son irresponsables, carecen de una
concepción de sí mismos exacta y realista que se ajuste a las circunstancias de
la vida. Consideran que son autosuficientes, que no se deben a nada ni nadie y
que su individualidad es la explicación de todos sus éxitos. Buscan
ansiosamente sobreponerse a los límites inherentes a la vida y la naturaleza,
sustrayéndose por completo de la sociedad para dirigirla discrecionalmente desde
un espacio virtual.
Por si no fuera suficiente, César Rendueles nos señala otra
de las grandes patologías del capitalismo actual. Internet, ese espacio
supuestamente abierto y común donde es posible compartir conocimientos y habilidades,
y que incentiva la comunicación y el intercambio inmediato de información,
pertenece también al conjunto de disfunciones de un sistema que se ha revelado
inepto a la hora de solventar los problemas de la sociedad. Es cierto que
proporciona numerosas ventajas, eso nadie lo puede negar, pero esa euforia
vertida sobre la posibilidad de revolucionar positivamente la sociedad a través
de Internet es injustificada. Internet no constituye sino una manifestación
expresa de lo que es la sociedad líquida. En la red se nos atomiza, se olvida
nuestra trayectoria social, primándose una visión del sujeto concretada en el
presente. Una visión mutilada y reduccionista que no tiene en consideración el
conjunto de actos y responsabilidades que nos han traído hasta nuestra
situación actual, donde el pasado es editable y reconfigurable. La red es un
espacio que carece de normas sociales, todo está permitido en ella. No importa
la diligencia con la que nos hayamos comportado anteriormente, solo importa que
formemos parte del presente en el que fluye su actividad.
Estamos abocados a un mundo delirante donde el culto al
presente y al individuo se ha convertido en una norma sagrada e indiscutible.
Esta sociedad líquida, concebida como un agregado de individuos facultados para
actuar a sus anchas, está dinamitando los valores sociales en los que se han
sustentado históricamente las relaciones entre los seres humanos. Esta
percepción vanidosa en torno al individuo es alarmantemente nociva. Nos
hallamos aprisionados en una burbuja que nos impide ver más allá de nosotros mismos
y más allá de nuestra existencia actual. Hemos perdido el norte. Ni el presente
ni el individuo son autosuficientes. El presente contiene siempre una parte de
pasado y de futuro, está inserto en la corriente de un río que fluye desde su
inmemorial nacimiento y que avanza campante hacia su desembocadura en el insoslayable
mar del futuro. Lo mismo sucede con el individuo, que no es nada ni nadie sino gracias
a su relación con los demás. Es falso que podamos ser libres desvinculándonos
del resto de seres humanos y creyendo que podemos vivir pensando únicamente en
nosotros mismos. El ser humano es un ser social que no puede desenvolverse plenamente
sino en sociedad.
Es necesario que recuperemos los valores de solidaridad para
volver a tejer los lazos sociales que el capitalismo actual ha debilitado hasta
lo indecible. No podemos seguir sumidos en una individualidad y un presente
exonerados de responsabilidad, proyectados en espacios carentes de un mínimo de
exigencias para con el resto de seres humanos. Es preciso entender que esa
visión de la sociedad que el capitalismo propugna es totalmente falsa. Debemos potenciar
las virtudes sociales que cada uno de nosotros poseemos, es menester rescatar
los principios de colaboración y cooperación que otrora reinaron. No podemos
olvidar nuestra obligación para con las futuras generaciones, nuestra obligación
de legarles un medioambiente similar al que nos encontramos nosotros al llegar
al mundo. La tiranía del presente y del individuo impiden comprender que el ser
humano no posee únicamente derechos, sino que también le apremian obligaciones
que debe satisfacer. Nuestros actos no son inocuos, pues inevitablemente
inciden en otros sujetos y en otras generaciones. Por esta razón, nos debemos
rebelar frente a esta sociedad líquida que causa estragos a extraños y a
conocidos.
viernes, 23 de enero de 2015
"Aún queda mucho por hacer"
En los últimos meses he estado
escuchando con demasiada frecuencia declaraciones optimistas de los dirigentes
de nuestro gobierno, resaltando sus hercúleos esfuerzos por reactivar la
economía de nuestro país, aunque para ello, como reconocen en ese espeluznante
y esperpéntico vídeo preelectoral, hayan tenido que aplicar medidas gravosas
para numerosas familias. En este vídeo, Floriano tiene la valentía de indicar cuál
ha sido el gran fallo del Partido Popular en su legislatura: “Ha faltado darle
un poco de piel a cada cifra positiva”. Sensación compartida estrechamente por
Cospedal y Rajoy: “Seguro, eso seguro”. El problema, en efecto, es ese, que no
han celebrado suficientemente sus logros económicos, no que hayan dejado a un
país en la miseria social. La responsabilidad no es suya, por supuesto, sino
que se debe en gran parte a la causa que alumbra González Pons en el susodicho
vídeo: “Ahora es mucho más difícil hacer política”. ¡Bravo! Y, por si no fuera ya
lo suficientemente insufrible el vídeo, acaban con un eslogan risible: “Aún
queda mucho por hacer”.
No puedo entender cómo estos
dirigentes nuestros pueden tener tan poca decencia. La verdad es que empieza a
ser insultante, no sólo que no asuman responsabilidades, sino que además
intenten vender la moto con que apenas han podido hacer nada en los cuatro años
de legislatura y que, por lo tanto, “aún queda mucho por hacer”. Se trata de un
discurso totalmente falso, por desgracia, han hecho mucho en menos de cuatro
años, de hecho, es difícil llevar a cabo un número de medidas atroces mayor que
el de las tomadas por el Partido Popular. “Aún queda mucho por hacer”, se
atreven a decir. Yo les contestaría que poco más pueden hacer, pues es difícil
que puedan aplicarse medidas dotadas de mayor violencia y eficacia a la hora de
liquidar un país que las abanderadas por el Partido Popular en los últimos
años. Que no nos mientan, por favor, lo repito: han hecho mucho. Y detrás de
cada medida adoptada subyace una ideología que no tiene nada que ver con la
afabilidad y el compromiso social que manifiestan sus dirigentes en el patético
vídeo preelectoral.
Resulta realmente ardua la tarea
de enumerar las medidas destructivas del Partido Popular, por eso intentaré
centrarme en las más vergonzosas. Nuestro Presidente del Gobierno, el que asiste
en Francia a una multitudinaria manifestación a favor de la libertad de
expresión, dirige un gobierno que es capaz de aprobar un anteproyecto para la
nueva Ley de Seguridad Ciudadana más propio de un régimen dictatorial que de
una democracia, donde se penaliza la grabación y difusión de imágenes de
policías en el arbitrario supuesto de “que supongan mofa para ellos o algún
riesgo para la seguridad”. Un anteproyecto de ley que defiende el uso de
empresas de seguridad privada para controlar la protesta social, con el daño
evidente que ello causaría a la soberanía del Estado. Y donde se sancionan las
coacciones, injurias y calumnias a los agentes de las Fuerzas de Seguridad, de
igual modo tanto si se producen cuando estos se encuentran en el ejercicio de
sus funciones como si no.
Este mismo gobierno, que
supuestamente ha hecho poco, ha aprobado una ley educativa (la LOMCE)
totalmente sesgada, revestida de un enorme contenido ideológico como se observa
en las consecuencias de su aplicación: engrosa notablemente el papel de
asignaturas como economía, al mismo tiempo que reduce a un papel secundario a
todas las asignaturas ligadas con la educación cívica: ya no se impartirán ni
ética ni educación para la ciudadanía, a cambio se enseñará una asignatura
nueva, Valores Éticos, eso sí, limitada a las personas que no cursen la asignatura
de religión (increíble este razonamiento, poder considerar que quienes reciben
una educación religiosa no necesitan, como el resto de personas, una educación
cívica). Se refuerza asimismo la religión contabilizándola en la ESO a la hora
de realizar la nota media. Por el contrario, la asignatura de filosofía, troncal
en el bachillerato para la anterior ley, se ve también notablemente perjudicada
por la LOMCE. Su papel se reduce drásticamente, privándola de su condición de
troncal en segundo de bachillerato. No puede negarse la carga ideológica presente
en todos los cambios propiciados por esta nueva ley educativa. Es evidente que
este gobierno está deseoso de crear una ciudadanía apática y pasiva. Quiere
construir ciudadanos acríticos, que no pongan en cuestionamiento sus medidas.
Suena todo muy orwelliano, pero es que, desgraciadamente, así es el gobierno
del Partido Popular.
Por último, han encabezado una
reforma laboral totalmente dañina para los trabajadores, cuyos derechos se ven
gravemente cercenados y atacados por una reforma regida por los principios del
neoliberalismo más agresivo. Esta reforma promueve el despido fácil, libre y
barato. Presume que los despidos son a priori procedentes, estableciendo que
sea el trabajador quien demuestre que el despido no se fundamenta en una causa
justificada. Estipula que empresas sin pérdidas puedan deshacerse libremente de
sus trabajadores alegando simplemente bajadas en las ventas o beneficios
durante tres meses consecutivos. Es una reforma laboral hecha a la medida de
Merkel y sus acólitos y que sigue la línea económica de una Unión Europea
contaminada por un capitalismo ilimitado y financiero que está ahogando la soberanía
de los Estados y la dignidad de los ciudadanos.
Por muchas medallitas que se
cuelgue el Partido Popular por la reciente reducción del desempleo y por esos
brotes verdes que es capaz de avistar hasta en los lugares más empantanados, el
gobierno de Mariano Rajoy ha atacado indiscriminadamente las condiciones de los
trabajadores. El paro puede seguir
descendiendo, pero el problema ya no es ese. El problema es que el Partido
Popular ha creado una nueva cultura laboral que abraza intrínsecamente la
precariedad y la miseria social, que únicamente inaugura “carreras a la baja”,
donde solamente vencen aquellos trabajadores desesperados que se ven obligados
a vender su dignidad. Y donde los empresarios están facultados para actuar a
sus anchas, sin tener que respetar un mínimo de derechos que los trabajadores
poseen y que el gobierno del Partido Popular no les reconoce.
“Aún queda mucho por hacer”, se
atreven a decir. Que no nos vendan la moto: han hecho ya demasiado y por eso es
hora de que se marchen. No puedo ni imaginarme los destrozos que podría
acumular el Partido Popular en cuatro años más de gobierno, de verdad, carezco
de la imaginación necesaria como para que se me ocurran mayores atrocidades
posibles que las pergeñadas por el gobierno de Mariano Rajoy en los últimos
cuatro años. Y es necesario que no las olvidemos, que no coloquemos un velo por
encima de todo lo sufrido en estos años. Porque el recuerdo lleva al
aprendizaje, mientras que el olvido, en ocasiones, no lleva sino a una
indulgencia injustificada y perniciosa. Y justamente eso es lo que debemos
evitar para no volver a tener que sufrir otros gobiernos como el de Rajoy y
para que no se nos engañe con más cantos de sirena ni con más brotes verdes.
Debemos ser críticos y por eso no podemos aceptar que quienes tantos daños han infligido
a los ciudadanos eludan sus responsabilidades y finjan que aquí no ha pasado nada
malo.
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