Tuvimos que esperar hasta que mis padres se fueron de vacaciones un fin de
semana y quedó libre el pase de mi padre. “Haz con él lo que quieras”, me dijo
papá. Y tanto que iba a hacer lo que quisiera, jajaja. No se imaginaba el
juguete sexual que me acababa de dar en mano. “¿Pero cómo cojones vamos a
follar en un campo de fútbol abarrotado?”, me preguntaba Ramiro.
Pues, fácil, ni antes de empezar ni nada más empezar. Ni en los minutos antes
del descanso ni en el descanso ni en los minutos después del descanso. Ni en
los minutos antes del final ni después del final. Es decir, cuando haya menos
gente en los baños. Esa es la clave, Rami. La logística no me preocupaba lo más
mínimo. Como ya he dicho, el Calderón era mi segunda casa y me conocía todos
sus rincones de pe a pa.
Era una tarde de mayo sofocante con un cielo azul nítido en el que no había
ninguna nube que pudiera amortiguar la fuerza con la que golpeaban los rayos de
sol en la cara. Sudamos como cerdos esa tarde. Recuerdo la sensación desagradable de estar
pegajosa y sentir el contacto con el sudor de Ramiro y de Pepe, el ancianito
que tenía el asiento al lado del de mi padre y el mío. “Joder, qué joven está
tu padre hoy, Raimun, jaja”, me soltó Pepe cuando me vio llegar con Ramiro. “No
te preocupes que no le diré nada”, me dijo guiñándome un ojo cómplice. Me
abanicaba como podía con el programa del partido. Atleti-Valencia. Era un
partido de los grandes. El inicio del partido fue frenético. Nos marcaron dos
goles en los primeros diez minutos y en el minuto veinte ya les habíamos
empatado. Ramiro me estiraba de la falda corta que me había puesto esa tarde,
instándome a que fuéramos ya a los baños. “Hay que ir antes de que se acerque
el descanso, Raimun”. ¿Pero cómo cojones quieres que vayamos si está siendo un
partido de infarto? Espérate, hombre. Calla y mira, que estamos a punto de
marcar. Estuvimos tantas veces a punto de marcar que llegó la hora del descanso
y no había dejado a Ramiro sacarme de ahí. El sudor de la tensión se sumaba al
sudor del calor.
La cara de consternación/desesperación de Ramiro me ponía nerviosa a la vez que me excitaba. Espérate, niño, no seas impaciente. Más ganas de follar que yo ya te digo que no tienes. Se reanudó el partido tras el descanso y conseguimos marcar tres goles fáciles antes del minuto sesenta y cinco. Se me fue una capa de sudor y se me encendió un brillo aquí abajo. Fui a coger el brazo de Ramiro, pero se me escurrió por la cantidad de sudor que había pegado en él. Segundo intento. Le agarro el brazo y le digo va, niño, que ya es hora de que me hagas mujer. Pedimos a los que se sentaban a nuestro lado que se levantaran para que nos dejaran salir al baño, que había sido un partido de mucha tensión y no aguantábamos más.
Entramos al baño de hombres, que era el más cercano. Estaba tan sucio como cabía esperar de un baño de hombres en un campo de fútbol. El hedor era terrible y el suelo estaba resbaladizo de tanto meado mal dirigido a los urinarios. Nos metimos en uno de los pequeños cubículos que había. Para que os hagáis una idea, era tan diminuto que, en caso de haberme tenido que sentar para mear, mis rodillas habrían chocado con la puerta. Al ser el espacio tan reducido, no había manera de que cupiéramos bien los dos dentro. Empezamos a besarnos, pero era imposible seguir. Acabábamos golpeándonos o con la pared o con la puerta. Además, el suelo estaba tan resbaladizo que nos deslizábamos sobre él como si lleváramos patines, haciendo más difícil el acople entre los dos cuerpos. Bajé la tapa del váter y le dije que íbamos a follar ahí arriba, en la cima de la montaña más bonita del Calderón. A Ramiro le excitó mi atrevimiento. Se puso en modo payaso y, agachando la cabeza, fingió hacerme una reverencia, me cogió del brazo y me ayudó a subir al altar. Una vez arriba los dos, me bajé las bragas y él se bajó los calzoncillos y los pantalones. El magma de olores sucios que nos rodeaba había añadido una costra de suciedad a nuestros cuerpos sudorosos que estábamos convencidos de que sólo se iría follando. Ramiro, sabiendo que yo era nueva en esto, fue con mucha cautela para no hacerme daño. La iba metiendo poco a poco. Y, si le decía que dolía, la sacaba y la volvía a intentar meter desde un ángulo que fuera menos doloroso. Empezaba a sentir el placer. Gemía. Gemía. Gemía. Me agarré a la cuerda de la cisterna que colgaba de la parte de arriba del baño para no perder el equilibro. Subía y bajaba. Tiraba de la cadena sin querer. Notábamos debajo de nuestros pies cómo rompían las olas sobre la tapa del váter. Gemía. Gemía. Gemía. Hasta que, de repente, pum. La tapa del váter cedió y perdimos el equilibrio. Yo caí hacia la pared, con los pies metidos enteros dentro del agua, mientras que Ramiro, que estaba de espaldas a la puerta, cayó sobre ella con tanta fuerza que la rompió. La puerta se desenganchó del marco y Ramiro aterrizó al suelo sobre ella, como si fuera una colchoneta de playa en medio de un mar de pis.
El golpe de la puerta sobre el suelo fue tan fuerte que
enseguida empezaron a llegar curiosos al baño a ver qué narices había pasado.
La sorpresa que se llevaron al ver a Ramiro totalmente desnudo de cintura para
abajo fue mayúscula. Se juntaron chillidos con insultos y carcajadas. Yo salí a
ayudarle. Me dio tiempo a subirme las bragas antes. Tenía las piernas y los
zapatos llenos de agua. Los curiosos, algunos con hijos, empezaron a llamarnos
guarros, pervertidos, cerdos, iros a vuestra puta casa a hacer esto, salidos de
mierda. Oímos el sonido de unos silbatos. Yo los reconocí al segundo: eran los
silbatos de los seguratas del estadio. Cogí del brazo a Ramiro, agarré su ropa
y salimos embalados del baño, haciéndonos violentamente hueco entre la
multitud curiosa e indignada. Ramiro se colocó como pudo, mientras corría, el
calzoncillo y el pantalón. Yo no podía parar de reír mientras avanzábamos.
Perdí un zapato por el camino y me dio igual. El semblante de Ramiro era, sin
embargo, muy serio, de enfado. Pero ríete, tontorrón, jajaja. Para despistar a
los seguratas le dije que era mejor dispersarnos. Que él se metiera a ver el
partido en la grada 23 que yo me metería en la 25. Le dije de reencontrarnos al
acabar el partido fuera del vomitorio 4. Con la mezcla de pis, sudor, olor de
recién follada, agua de retrete y sin un zapato me senté en el único asiento
libre que encontré en la grada 25. La gente me miraba extrañada, con cara de
asco. Miré el marcador y comprobé que nos habían empatado. Sólo quedaban tres
minutos de partido, pero no cambió el resultado. Me dio tanta rabia que se nos
hubiera ido de las manos una victoria tan clara que, por unos minutos, me
olvidé totalmente de Ramiro y de la manera incompleta en la que acababa de
perder la virginidad.
Al terminar el partido, me fui directa al vomitorio 4. Estuve esperando a
Ramiro un buen rato. Media hora. Una hora. Seguía sin aparecer. A lo mejor,
como buen príncipe azul, había ido a buscar mi zapato perdido. Hora y media.
Dos horas. Nada de nada. Entendí que todo se había acabado.
Como ya os he dicho, el Calderón es el lugar donde más feliz he sido y
donde, por extensión lógica, más triste he sido, ya que la pena y la euforia
son hermanas siamesas.
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