Ha transcurrido más de
una década desde que Crouch (2004) advirtiera de la deriva posdemocrática en la
que se había sumido la mayoría de las democracias occidentales. Con el término
posdemocracia, el autor inglés pretendía describir el fenómeno contemporáneo
según el cual la conservación de los elementos formales de la democracia no viene
acompañada por una preservación paralela del poder de la ciudadanía. Crouch
resaltaba la tendencia de las democracias representativas occidentales a
engendrar en las últimas décadas una realidad marcada por la concentración
tanto del poder político como del económico en las manos de unos pocos. Una
realidad que, a ojos de Crouch, no puede ser calificada como democrática.
Antes de adentrarnos en
el análisis de los síntomas de este contexto posdemocrático, es necesario
introducir un matiz teórico. No se puede hablar de posdemocracia sin antes analizar
qué se entiende por democracia. El concepto de democracia es un concepto, como
todo concepto político, sin un significado fijo, cuya significación es siempre
fruto de una batalla de intereses y de poder. Es un concepto en disputa que, en
la actualidad, se halla sustancialmente imbuido de la ideología liberal. La
concepción liberal de la democracia, que es hegemónica en nuestros días, se
caracteriza por subrayar la separación de poderes, la celebración de elecciones
y el reconocimiento de los derechos individuales. Desde esta óptica liberal, la
acumulación del poder político y económico en las manos de una minoría no supone
necesariamente una fricción con los elementos definitorios de la democracia.
Así pues, la realidad descrita por Crouch no podría ser considerada como
posdemocrática. Para hablar de posdemocracia es preciso, por lo tanto, alejarse
de la concepción liberal de la democracia, cuestionarla y señalar algunos de
sus puntos débiles, tales como el entender las elecciones como el único modelo
de participación ciudadana, el concebir la sociedad de una manera
individualista y el tender a mantener las desigualdades económicas y sociales.
Volviendo a Crouch, la
realidad posdemocrático se plasma principalmente en dos esferas: en los
procesos políticos y en la economía. El analista más brillante de la primera
esfera ha sido Peter Mair, quien en su magnífico libro, Gobernando el vacío, desentrañó la lógica de la posdemocracia.
Aunque en ningún momento mencionó explícitamente el término acuñado por Crouch,
Mair se afanó en mostrar cómo las democracias contemporáneas se caracterizan
por relegar a un segundo plano el elemento popular, desincentivando la
participación ciudadana. Las democracias occidentales se están resquebrajando,
en opinión de Mair, debido a la creciente brecha entre los partidos políticos y
los votantes: “Aunque los partidos permanecen, se han desconectado tanto de la
sociedad […] que ya no parecen capaces de sostener la democracia en su forma
presente” (2013: 1). Los partidos políticos han experimentado un proceso de
cartelización, esto es, un proceso de gradual incrustación en el aparato del
Estado en aras de garantizar su supervivencia, a expensas de la participación
de la ciudadanía. En lugar de mirar, como en tiempos de los mass party, a la sociedad civil, los
partidos se aferran al Estado, que se ha convertido en una fuente fundamental
de financiación.
La ciudadanía ha pasado a
convertirse en espectadora del proceso político. Tanto es así que el proceso
político, a ojos de Mair, se ha convertido “en parte de un mundo externo que la
gente observa desde fuera” (Ibid: 43).
Es interesante introducir en este punto el análisis de Manin, quien ha incorporado
en el debate el concepto de “democracia de audiencia” para señalar cómo las
democracias contemporáneas fomentan mayormente una actitud pasiva en el
votante. El electorado actúa como “una audiencia que responde a los términos
que han sido presentados en el escenario político” (1997: 233). La
participación de la ciudadanía se limita, por tanto, a reaccionar frente a las
elecciones establecidas previamente por la clase política.
La desconexión entre los
partidos políticos y los votantes ha desencadenado una crisis de representación
que se puede apreciar en diversos indicadores. En primero lugar, la
participación electoral ha descendido en Europa occidental desde 1980. De
hecho, el 80% de las tres elecciones con menor participación electoral desde la
Segunda Guerra Mundial ha tenido lugar desde los años noventa. En segundo
lugar, los patrones de voto de los votantes también han sufrido una erosión en
los últimos años, aumentando notablemente la volatilidad electoral. En tercer
lugar, la identificación de los votantes con los partidos políticos también se
ha reducido considerablemente en las dos últimas décadas. Por último, la afiliación
a los partidos políticos ha descendido
sustancialmente desde los años ochenta, tanto en términos porcentuales como
absolutos. En Reino Unido, por ejemplo, el número de afiliados a partidos
políticos ha disminuido un 66.05% en términos absolutos.
Otro síntoma de nuestros tiempos posdemocráticos es el aumento del poder de lo que Mair llama “instituciones no mayoritarias”. Éstas son instituciones que carecen de legitimidad democrática directa y sobre las cuales se ha vertido poder sin ningún acto explícito de delegación que provenga de la ciudadanía. La fuerza de las instituciones no mayoritarias es resultado del trasvase arbitrario de poder desde políticos elegidos democráticamente a autoridades que no se han expuesto al escrutinio electoral. Ejemplos ilustrativos de instituciones no mayoritarias son la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. En el auge de estas instituciones subyace una transformación en la legitimidad del poder político. Es posible apreciar un cambio desde la legitimad democrática a la legitimidad no popular que caracteriza a la posdemocracia.
La legitimidad que
informa la realidad posdemocrática se basa en términos de eficiencia. Es el
resultado del empuje de las ideas tecnocráticas abrazadas en la academia por
autores como Zakaria, quien explícitamente declaró que “lo que necesitamos en
política hoy en día no es más sino menos democracia” (citado en Wolin, 2010: 177).
El proceso democrático es juzgado, desde esta perspectiva, como inherentemente
ineficiente, pues requiere siempre de deliberaciones largas y se centra
inevitablemente en el coste a corto plazo de las medidas políticas. Este
predominio de una legitimidad de cariz tecnocrático ha conducido a un escenario
donde se ha despojado a la democracia de su componente popular, convirtiendo gradualmente
a la ciudadanía en no soberana.
En cuanto al campo de la
economía, la realidad posdemocrática se plasma en las desbocadas desigualdades
que atraviesan las democracias contemporáneas y en el consiguiente
fortalecimiento de las élites económicas. Desde los setenta, la desigualdad ha
aumentado de una forma implacable, tanto en lo tocante a los ingresos como a la
riqueza. Piketty y Saez (2014) han evidenciado cómo en Europa el 10% más alto en
el umbral de ingresos, acumula el 35% de los ingresos de todo el continente; mientras
que en Estados Unidos esta cifra se eleva hasta el 50%. En lo referente a la
riqueza, el 10% de las personas más ricas concentra un 65% de la riqueza total
en Europa; mientras que en Estados Unidos este valor aumenta hasta el 70%.
Si se pone el foco en las
élites dentro de las élites, se observa, siguiendo el Global World Report de 2015, que el 0.7% más acaudalado de la
población mundial posee el 45.7% de la riqueza del mundo; mientras que el 8.1%
pasa ya a atesorar el 84.6% (Ariño; Romero, 2016). Todo apunta a que la
globalización también ha resultado ser beneficiosa para las súper élites. El 1%
con los ingresos más altos de la población mundial ha pasado de representardel
11.5% de los ingresos globales que representaba en 1988, al 15% que
representaba en 2008. Asimismo, del aumento real de ingresos que se produjo
durante ese período de tiempo, el 60% fue a parar al 5% de la población mundial
con los ingresos más elevados (Milanovic, 2013).
Estas sangrantes
desigualdades tienen un impacto pernicioso sobre las democracias occidentales,
ya que las salvajes diferencias existentes en ingresos y en riqueza
distorsionan gravemente los pilares de la democracia. La desigualdad económica
muta rápidamente en desigualdad política; y el poder económico, por lo tanto,
se convierte fácilmente en poder político. Esta es la razón por la que algunos
autores hablan de plutocracia para describir el sistema político
estadounidense. Bartels (2008), por ejemplo, ha demostrado cómo los senadores
en Estados Unidos a la hora de legislar están notablemente más condicionados
por los pareceres de sus votantes más acaudalados. Stiglitz (2015) viene
insistiendo en describir el cambio de las premisas de la democracia
estadounidense como la transformación del clásico eslogan “Una persona, un
voto” al más realista “Un dólar, un voto”. La desigualdad económica acalla a
los sectores más necesitados y multiplica la voz de los más privilegiados.
En lugar de reproducirse
la rebelión de las masas que Ortega denunció hace casi un siglo, lo que avistamos
hoy en día, como explicó con lucidez Christopher Lasch (1996), es la rebelión
de las élites. Unas élites que, al ver engrosar incesantemente su capacidad
adquisitiva, se han desgajado de la sociedad, exonerándose a sí mismas de
cualquier responsabilidad para con la comunidad. Se conciben como
autosuficientes y como merecedoras de sus éxitos económicos, distanciándose así
cada vez más de los ciudadanos ordinarios y sustrayéndose a las reglas mínimas
de convivencia que rigen cualquier grupo humano.
En conclusión, la erosión
tecnocrática del proceso político, la cartelización de los partidos políticos y
las ingentes desigualdades económicas han moldeado una realidad caracterizada
por relegar a un papel testimonial a una vasta parte de la población. No puede
calificarse como totalmente democrático un presente jalonado por el
debilitamiento continuo de la dimensión activa de la ciudadanía, donde una
minoría ha pasado a acumular inmensas cuotas de poder tanto político como
económico. Hemos asistido en las últimas décadas a un vaciamiento evidente de
la democracia. Vivimos, pues, en tiempos posdemocráticos.
Bibliografía
Ariño. A; Romero, J.; (2016), La secesión de los ricos, Barcelona: Galaxia Gutenberg.
Bartels, L. M.
(2008), Unequal democracy, Woodstock,
Princeton University Press.
Crouch, C. (2004),
Post-Democracy, Cambridge: Polity
Press.
Lasch, C. (1996), The Revolt of the Elites and the Betrayal of
Democracy, New York:
W. W. Norton &
Company.
Manin, B. (1997), The principles of representative government,
Cambridge: Cambridge University Press.
Mair, Peter
(2013), Ruling The Void: The
Hollowing-out of Western Democracy, London: Verso.
Milanovic, B.
(2013), Global Income Inequality in
Numbers: in History and Now, Global Policy, Volume 4, Issue 2, May.
Piketty, T.; Saez,
E. (2014): Inequality in the long run , Science, vol.344, no.6186, 2014,
p.838-844.
Stiglitz, J.E. (2015), La gran brecha, Madrid: Taurus.
Wolin, S.S.
(2010), Democracy incorporated managed
democracy and the spectre of inverted totalitarianism, Oxford: Princeton University
Press.
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