La pregunta que se nos plantea es
altamente compleja ya que, presentada de una forma totalmente abierta, nos
introduce de lleno en intrincadas reflexiones sobre la vida y la muerte, que
son los dos fenómenos que marcan en mayor medida nuestra existencia, tanto
desde el punto de vista físico como desde el moral. Como la pregunta está formulada
de manera amplia, sin anclarse en ningún marco temporal o espacial,
consideramos que se proyecta sobre una realidad intemporal. Por ello, la cuestión
debería ser resuelta desde una dimensión ética que franquee todo límite
espacial y temporal, pero que, al mismo tiempo, pueda erigirse en el fundamento
de las pautas por las que debe regirse cualquier grupo humano en un escenario
espacial y temporal. No en vano el propio concepto “asesinato” sólo adquiere
sentido en este ámbito de lo grupal o social. Y es en este preciso punto donde
reside la complejidad de la cuestión, ya que nos vemos forzosamente atravesados
por el entrecruzamiento de unas reflexiones incubadas desde la abstracción y la realidad física y concreta a la que inevitablemente nos remiten.
Para determinar si el acto de
asesinar debe ser siempre sancionado o no deberemos centrar nuestra reflexión
en un escenario hipotético-moral, es decir, en el ámbito de lo formal universal,
en el que la sanción no podría en modo alguno derivar del incumplimiento de una
norma jurídica, ya que este escenario imaginario carece de derecho positivo. La
sanción, por lo tanto, sólo podrá emanar de la negativa consideración moral que
se tenga sobre el acto de asesinar. Es justamente esta cuestión la que va a
ocuparnos en este escrito: ¿es incondicionalmente malo asesinar? O, por el
contrario, ¿puede estar justificado un asesinato?
A simple vista, parece evidente
que el asesinato es per se moralmente nocivo y, por tanto, sancionable en la
medida en que atenta directa y deliberadamente contra el derecho a la vida, que
es el derecho fundamental para poder existir y, por consiguiente, la base y el
origen de todo desarrollo humano. Quien asesina decide arrebatar a otra persona
la vida, aquello sin lo cual él mismo sería incapaz de realizar el mismo acto
de asesinar. De alguna forma, sitúa las razones de su asesinato por encima del
derecho elemental a la vida de la persona que es asesinada. Es nuestra
obligación juzgar si existen motivos que puedan justificar la aniquilación de
la vida de otra persona. En un principio, una persona que disfruta del derecho
a la vida no actúa correctamente si priva de este derecho a otra persona. No
parece que existan motivos de suficiente peso que puedan derruir el derecho a
la vida. De todas formas, cabe matizar que, para pensar de esta manera, debe
presuponerse siempre la categoría inmanente e intocable del derecho a la vida.
Una categoría que ha sido defendida desde el cristianismo hasta el liberalismo,
pasando por el socialismo. De hecho, hasta el propio Hobbes, que albergaba una
concepción pésima de la naturaleza humana, propugnaba el establecimiento de una
organización política que gravitara sobre el blindaje del derecho a la
autoconservación de cada ser humano. El Estado, para Hobbes, sólo podía ser
respetado en la medida en que garantizara tal derecho. Desde una visión de la
naturaleza humana más halagüeña, el liberalismo también supedita toda
construcción política al incondicional respeto hacia los derechos intrínsecos
del ser humano, entre los cuales destaca especialmente el derecho a la vida.
Sin embargo, a pesar de esta férrea y casi unánime defensa del derecho a la
vida, cabe agregar que el reconocimiento de su inmanencia no está
automáticamente garantizado, sino que debe ser adoptado voluntaria y
deliberadamente desde una postura clara y concreta, ya que existen corrientes
del pensamiento que no conciben la vida como un derecho ni como un regalo, sino
más bien como un peso o una condena, pensemos en El extranjero de Camus, obra
en la que el protagonista, sin ningún motivo en concreto, decide acabar con la
vida de una persona inocente, simplemente porque no tiene la vida en gran
consideración, como expresa de forma brillante en la siguiente expresión: “Pero
todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. (...) Desde que
uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo”.
Pero, si atendiésemos al grueso
de la tradición filosófica consideramos que el derecho a la vida es inmanente e
intrínseco al ser humano que vive en sociedad, pues no tiene sentido concebirlo
de otro modo, deberemos concluir que todos, sin excepción alguna, somos,
respecto de la vida, iguales, tan significantes como insignificantes. Cuando
indico que el derecho a la vida es un derecho intrínseco e inmanente al ser
humano, no lo hago atribuyéndole un sentido trascendente, místico o espiritual,
sino ubicando su inmanencia dentro de toda agrupación social. Es la toma de
conciencia sobre la incertidumbre compartida por todos los seres humanos por
igual la que teje los lazos sociales que convierten a la vida en un derecho de
todos. Desde esta perspectiva el asesinato es, pues, sancionable, ya que atenta
directa y deliberadamente contra el derecho a la vida humana y, por ende,
contra la sociedad en la que únicamente es posible esa vida.
Sin embargo, no podemos dejar de
plantearnos la siguiente cuestión: ¿el asesinato, que es indisociable de la
aniquilación del derecho a la vida, es de verdad siempre sancionable?
Encontramos a lo largo de la historia de la humanidad múltiples casos que nos
hace dudar tanto desde el sentimiento como desde la razón. En caso de que la
respuesta sea afirmativa, entonces, ¿deberíamos sancionar los asesinatos de los
esclavos que se levantaron junto con Espartaco para reclamar los derechos que
se les negaban?, ¿deberíamos sancionar el asesinato de un dictador a manos de
uno de sus súbditos?, ¿deberíamos también sancionar un ficticio asesinato de
Hitler perpetrado por un judío? Como vemos, el tema se complejiza notablemente.
Lo más sencillo, quizá, sería declarar que el asesinato es siempre punible,
pero con tal afirmación, podríamos estar incurriendo en alguna injusticia
grave. Para empezar, estaríamos sancionando de primeras buena parte de los
movimientos emancipadores que han tenido lugar a lo largo de la historia, ya
que, la mayoría de ellos, enclavados en una realidad en la que la capacidad de
acción no violenta les era impedida por el hermetismo del orden social que los
sometía y que obstruía toda pretensión de desarrollo pacífico en pos de la
conquista de sus derechos, el único recurso viable y eficaz para avanzar era en
la mayoría de ocasiones la violencia, expresada ésta por medio de asesinatos.
Observamos así que un número más que considerable de los derechos que
disfrutamos hoy en día son fruto de luchas del pasado en las que se recurrió al
asesinato de los opresores. Basándonos en la idea ya enunciada de que el
derecho a la vida es un derecho inmanente y fundamental, debiéramos colegir que
buena parte de los derechos de los que gozamos en la actualidad han sido
alcanzados por vías ilegales y sancionables, en la medida en que han atentado
contra el derecho a la vida de numerosas personas. Pero, ¿de verdad podemos
pensar que los movimientos que han contribuido a la liberación del individuo
pueden ser sancionados?
Para resolver este dilema,
creemos que es necesario matizar de nuevo varias cuestiones. Creo que, como
hace el filósofo Slavoj Zizek, es esencial distinguir entre dos tipos de
violencia: la violencia objetiva y la violencia subjetiva. La violencia
subjetiva se caracteriza por plasmarse de manera concreta y diáfana en la
realidad. Es la violencia que agrede físicamente y que, por desplegarse en la
realidad visible, causa en nosotros numerosas reacciones emocionales de
rechazo. El ejemplo más reciente de violencia subjetiva y que es muy palmario
es la imagen del niño sirio que yace muerto en una playa turca. Esta imagen
refleja claramente los horrores de la guerra siria y de la crisis de los
refugiados, por eso nos conmueve tanto. Por lo contrario, la violencia objetiva
es aquélla que no se percibe con la misma facilidad que la subjetiva, ya que
hace referencia a la violencia abstracta que se esconde bajo el paraguas de un
sistema que dirige el funcionamiento de nuestra sociedad actual y que
posibilita la fragmentación del mundo y de los individuos que lo habitan en dos
categorías: los privilegiados y los desfavorecidos, los ricos y los desechados.
La guerra siria y la crisis de los refugiados se explica mejor desde esta
concepción objetiva de la violencia que desde la subjetiva, el problema es que,
al ser una crítica abstracta, no genera ni la misma atención ni, por supuesto,
la misma conmoción.
Todo asesinato es un ejemplo de
violencia subjetiva, ya que siempre acaba físicamente con la vida de una
persona. Sin embargo, cabe dilucidar si esta violencia subjetiva es motivada
por una previa violencia objetiva. Es decir, cabe determinar si el ataque al
derecho a la vida causado por el asesinato no ha sido alentado por un ataque
previo al derecho a la vida de quien intenta llevar a cabo la acción de
asesinar. Pongamos un par de ejemplos: el esclavo que acaba con la vida del amo
que le oprime. Es evidente que, mediante el asesinato, el esclavo vulnera
implacablemente el derecho a la vida de su amo. Sin embargo, es necesario
observar que, previamente a ese acto, es el amo el que no respeta el derecho a
la vida del esclavo, ya que le oprime y le somete a unas condiciones
infrahumanas aprovechándose de un sistema que le faculta para esclavizar. Lo
mismo podríamos decir del hipotético caso en el que un judío, al ver cómo el
sistema nazi atentaba directamente contra el derecho a la vida de los miembros
de su religión, hubiera asesinado a Hitler. Este judío, que al estar vivo para
poder asesinar a Hitler deducimos que todavía no ha sufrido un acto de
violencia subjetiva, le asesinaría basándose en el atropello de su derecho a la
vida pergeñado de forma sistémica y objetiva por el régimen nazi. En ambos
casos se realizaría un acto de violencia subjetiva como respuesta al
sufrimiento de un acto previo de violencia objetiva.
Hallamos en estos ejemplos una
confrontación entre dos ataques al derecho a la vida: uno objetivo que se
perpetra a partir del cruel funcionamiento de un sistema; y otro subjetivo, que
se inicia como respuesta al anterior y que se lleva a cabo mediante el acto de
asesinar. En estos casos, ¿sería también sancionable el asesinato? En nuestra
opinión, no sería sancionable, ya que el acto de asesinar viene estimulado por
la necesidad de defenderse frente a un ataque previo al derecho a la vida.
Aunque pueda sonar paradójico, si no contradictorio, en ocasiones el acto de
matar puede ser el único medio de garantía de la vida. Lo apreciamos claramente
en los casos de muerte en legítima defensa. No se puede sancionar a quien mata
en estos casos de defensa porque su acción violenta no presupone un sentimiento
de mayor valoración de su vida en comparación con la de la persona a quien
mata, sino que mata precisamente porque la persona a quien mata se ha situado
por encima de él y ha intentado arrebatarle la vida. Es precisamente cuando ha
dejado de reconocérsele su derecho a la vida cuando ha atacado el derecho a la vida
de otra persona. En cambio, es quien se abalanza sobre él quien ha decido que
su vida vale más que la de su víctima y quien, no contento con disfrutar de su
derecho a la vida, opta por aniquilar este derecho de otra persona. Por lo
tanto, está justificado que, quien es víctima de este ataque, pueda matar en su
defensa a quien le ataca. La muerte en legítima defensa es un caso claro de
enfrentamiento desarrollado por medio de la violencia subjetiva, ya que la
amenaza física sobre la persona que acaba matando es real. Ahora bien, lo mismo
podemos defender en los casos en que se mata como respuesta a una violencia
objetiva, como se han visto obligados a hacer buena parte de los movimientos
emancipadores a lo largo de la historia. Puede alegarse que no es un tipo de
violencia comparable a la del asesinato, ya que, matar en legítima defensa no
entraña la maquinación deliberada que exige todo asesinato. Sin embargo, en mi
opinión, se tratan de dos acciones movidas por la misma necesidad de defensa
frente a un previo ataque al derecho a la vida, por lo que sí son comparables.
Con todo lo argumentado hasta
ahora, nos aproximamos a la conclusión: todo asesinato es sancionable, excepto
cuando constituye una defensa frente a un previo ataque al derecho a la vida de
una persona o de un grupo de personas, ya que en estos casos, la muerte no es
causada por la soberbia de una persona que dota de mayor consideración a su
vida en comparación con la de las otras personas, sino que el acto de matar que
realiza brota precisamente de la necesidad de protegerse frente a quien desde
el inicio niega el derecho a la vida de otras personas. Produce perplejidad
pensar que, efectivamente, quienes lucharon por la conquista de los derechos
que hoy disfrutamos se vieran obligados a recurrir en ocasiones a asesinatos
para garantizar la vida de un número voluminoso de personas. Pero así de
compleja y contradictoria es la historia y la especie humana. Bertolt Brecht lo
reflejó perfectamente: “También la ira contra la injusticia pone ronca la voz.
Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad
no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el
hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia”. Lo que parece
evidente es que si en el mundo se respetara verdaderamente el derecho a la vida
de todas las personas, la violencia nunca sería necesaria, y, por consiguiente,
el asesinato nunca estaría justificado.
Para finalizar, simplemente
recordar que con este texto sólo hemos pretendido proporcionar humildemente
unas pautas morales sobre las que creemos que debería sustentarse todo Estado
de Derecho. Por lo tanto, cuando hablamos de que existen asesinatos que pueden
estar justificados lo hemos hecho, como ya se ha advertido al comienzo,
proyectando nuestras reflexiones sobre un escenario no jurídico. Con esto
queremos decir que, en caso de que el ataque al derecho a la vida de una
persona tuviera lugar dentro de un país donde este derecho fuera reconocido y
donde, por tanto, existieran vías eficaces de defensa del mismo, el asesinato
para garantizar su protección sería totalmente injustificado.