Me veo en la necesidad de
abalanzarme sobre las teclas de mi ordenador para escribir sobre un experimento
tan insólito para los españoles como ha sido Operación Palace. Veo que esta especie de documental ha suscitado
cierta irritación a un número considerable de personas. A mí, por el contrario,
me ha parecido una genialidad. Intentaré explicar muy brevemente por qué.
Habiéndome leído con anterioridad
una cantidad no despreciable de información sobre el 23-F, me ha resultado
imposible no llegar a creerme en algunos instantes la historia, tan
aparentemente veraz a la vez que estupefaciente, encuadrada en el maravilloso guion
de Operación Palace. La hora que ha
durado el programa ha logrado adquirir más fuerza y poder que numerosas páginas
escritas de forma pausada y reflexionada sobre el 23-F. No podía ser verdad que
los españoles hubiéramos vivido tantísimo tiempo engañados y que, sabiéndolo un
número considerable de personas, como se desprendía del relato de Operación Palace, no hubiera salido a la
luz nada de los que se nos contaba en el programa de Évole. No podía tener de
ninguna manera sentido que se relacionara la obtención de Garci del premio
Óscar con el suceso del 23-F. ¡Menuda locura! Sin embargo, yo tampoco me he
podido resistir a la tentadora y atractiva fuerza de la fabulación. Hasta he
llegado a dudar de la honestidad de quien es una de las personas a las que más
admiro: Iñaki Gabilondo. Cabe que lo repita: ¡Menuda locura!
Sin embargo, no me irrita haberme
creído por unos instantes la ficción ingeniada por Jordi Évole. De hecho, le
doy las gracias por ello. Me parece que está fuera de lugar tildar a Évole de
estafador. Leo en distintos lugares palabras llenas de irritación que
manifiestan la indignación de algunas personas por haberse sentido engañadas. Operación Palace no ha engañado a nadie. Todo lo contrario: nos ha
puesto en alarma ante el engaño continuo al que nos vemos sometidos los
ciudadanos. Nos ha demostrado la facilidad con la que capturamos e introducimos
en nuestra cabeza la realidad, sin sujetarla a ningún tipo de filtro crítico.
Con demasiada frecuencia creemos
lo que quieren que creamos o lo que queremos creer, pero no lo que en realidad
aconteció. Con el paso del tiempo, conforme aquello que fue realidad se va
alejando más de nosotros, cubrimos los sucesos del pasado de continuas
fabulaciones con las que, o bien nos afanamos en desentrañar, de manera poco
exitosa, los acontecimientos pretéritos; o bien pretendemos atribuir a la
historia unos rasgos imaginativos con los que nos esforzamos por distorsionar
la verdadera realidad pasada. Ambos comportamientos imperan en cualquier tiempo
histórico. Se tratan de mecanismos a los que el ser humano recurre para poder
aligerar la insatisfacción intrínseca a la crudeza de la realidad, que no es
otra que la impotencia que se siente al descubrir que resulta poco probable
poder comprender cabalmente aquello que aconteció en un tiempo pasado y cuyo
escrutinio se torna realmente complejo y laborioso en la actualidad, es decir,
en la sucesión de ese pasado, que ya no puede verse con los mismos ojos que en
el momento de su gestación.
Somos abiertamente proclives a la
fabulación. La fabulación, de hecho, es fundamental para poder sobrevivir en un
mundo que, sin imaginación, sería demasiado cargante (¿acaso no lo es ya con
ella?). Ahora bien, la fabulación es beneficiosa siempre que se tenga en cuenta
su carácter ficticio. Cuando a la historia, es decir, a la realidad pasada, se
la intenta irrealizar a través de
fabulaciones se incurre en un ejercicio de manipulación repudiable que conduce
inevitablemente a un estado de confusión y de desconcierto nada deseables.
Puesto que la verdadera realidad, el presente, se pasa a sustentar en un pasado
que no se sabe con certeza que sea pasado, en la medida en que se pone en
cuestionamiento si la realidad de él que se ha legado al presente es legítima y veraz.