La tristeza se
había posado sobre ella desde hacía un tiempo. Se despertaba desganada, como si
las horas de sueño, en lugar de regenerar su energía, la aplacaran todavía más y
le hicieran despertarse fatigada, pasiva, sin fuerzas para mover el cuerpo y
levantarse de la cama.
Los días
amanecían con un velo que distorsionaba la luz del sol, despojándola de su calor,
de su fulgor y de su centelleo. Llegaba a su ventana una luz demasiado tamizada,
mortecina, color aceituna. Era como si después de colar la naranja recién
exprimida sólo se quedara con la pulpa. No estaba mala, pero era demasiado
pegajosa e insípida. Sus ojos también se despertaban aletargados, apretados
hacia dentro por múltiples legañas que eran igual de adhesivas que el velcro de sus
deportivas. Los tenía tan pegados hacia dentro que era como si estuvieran encadenados
a las entrañas más profundas de su interior, a esos lugares insondables que se
ubican en lo más hondo de un pozo oscuro y negro. En realidad, llevaba bastantes
meses sintiéndose así, sin encontrar ningún motivo para abrazar el día que se
desplegaba frente a ella pidiendo a gritos ser maltratado y rechazado.
A pesar de que
esa desgana no fuera ninguna novedad en su vida, sí que lo era considerando el
día de que se trataba, pues el primer día de instituto había encendido siempre
su espíritu. ¿A quién no le emocionaba pensar en el primer día de clase? Eran
tantas las incertidumbres e incógnitas por resolver que uno se levantaba
pitando de la cama, excitado por descubrir si llegará un nuevo compañero o
compañera de clase, quién será su tutor, a quiénes tendrá de profesores, si habrá
repetidores o no. También le entusiasmaba pensar en la renovación de su material
académico. Ir con su madre a la tienda de Andrés a reservar los manuales que
era preceptivo comprar. Esperar a que transcurriera la primera semana para
calcular cuántas libretas necesitaría comprar y de qué tipo. Le encantaba
entrar a Arturo Manuel, la papelería del barrio, y perderse entre ese
espectáculo de luces y colores: bolígrafos pilot de gel y normales; agendas
de todos los tamaños, algunas incluso con chistes y con imágenes de las series
más famosas del momento; rotuladores de punta fina para los encabezados de cada
tema; lápices; sacapuntas de Faber Castell con capucha y un depósito debajo
para ahorrarte los trayectos a la papelera de clase; y libretas de todos los
tipos: con cuadrícula, lisas, de papel satinado… A ella las que más le gustaban
eran las de Oxford de tapa dura y con cuadrícula pequeña, porque escribía con
mucha fuerza y eran las únicas que impedían que la tinta traspasara la página.
Hacía años que las
ganas por reiniciar todos estos rituales acallaban el tímido sentimiento de
culpa que le asaltaba cada mes de septiembre cuando se daba cuenta de que no
había hecho los deberes de verano. Pero es que, ¿cómo podían esperar que se
pasara cada día escribiendo en un diario lo que hacía, para que así luego lo
leyeran sus profesores? El verano venía cargado de demasiadas aventuras como
para desperdiciarlo ocupada en escribir aquello que hacía o dejaba de hacer. Y
mira que este verano había sido más triste, menos luminoso. Pero, aun así, daba
igual, hay que estar loco y desesperado y deprimido para preferir pasar horas
delante de un papel en blanco que chapoteando en el agua de la piscina.
Sentía cierta
vergüenza cuando recordaba el ansia con el que había esperado la reanudación
del instituto hacía dos años. Era todavía julio y se encontraba en un
campamento de verano cuando cogió con la mano derecha un diente de león y lo
alzó bien alto, con la esperanza de que al acercarlo al cielo sus deseos
estarían más cerca de ser escuchados. Pidió que llegara en septiembre un chico que
le gustara y al que le pudiera gustar. Sus amigas ya se habían liado con algún
chico, pero ella no. Tenía miedo de quedarse rezagada para siempre y por eso se
encomendaba a esa operación aparentemente irracional. Pensaba que no
podía desaprovechar ninguna de las oportunidades que se le presentaran para pedir
algo. Obviamente, ese chico no llegó hace dos años y nada indica que pueda
llegar este. Pero, por si acaso, este verano también sopló bien fuerte un
diente de león y siguió la trayectoria de sus agujas liberadas hasta que se
fundieron con el blanco de las nubes y se perdieron en la inmensidad del cielo.