En Contra la
cinefilia, Vicente Monroy escribe con una prosa sobria y precisa sobre el
amor al cine. El libro, a pesar de ser corto, está plagado de ideas elaboradas
y complejas. Se trata de una especie de enmienda contra su yo cinéfilo del
pasado, contra ese chaval que soñaba con experimentar el síndrome de Stendhal cada
vez que veía una película nueva. El cine, dice Monroy, es un arte que se presta
más que cualquier otro a la confusión con la realidad. Los espectadores se sumergen
con tanta facilidad en el mundo que se proyecta sobre la pantalla que llegan a
olvidarse de su propio cuerpo durante el tiempo que dura la película. Como cuenta
su tocayo Vicente J. Benet en La cultura del cine, esta experiencia
inmersiva era todavía más poderosa en los cines antiguos, donde había un telón
que tapaba la pantalla, como si detrás se ocultara un escenario. Al empezar la
sesión, se apagaban las luces, se comenzaba a proyectar la película y sólo
entonces se descorrían las cortinas. La pantalla blanca era un tabú, no se
podía hacer visible al público porque eso suponía reconocer la artificiosidad
de lo que iban a ver.
El libro de
Monroy me ha hecho pensar en el fútbol y, más en concreto, en mi idolatría por
Casillas. Mi filia por Iker, como la suya por el cine, también es desbocada e irracional.
Mi vida está tan entrelazada con la suya que me costaría reconocerme a mí mismo
sin la admiración apasionada que siento hacia él. Aún recuerdo cuando le dio el
infarto hace casi dos años. Recibí una cascada de mensajes de amigos y
familiares que se lamentaban por lo que le había pasado. Me escribían apenados
y preocupados, como si me hubiera pasado a mí. Supongo que en eso consiste toda
filia, en volcar parte de tu personalidad en algo externo a ti, que bien puede
ser una persona o una afición como el cine, y en integrarlo como un órgano más
de tu cuerpo. Hace unas semanas vi Colgar las alas, el documental que
han sacado en Movistar sobre la figura de Iker, y, evidentemente, cada imagen
me afectó como si se tratara de un pasaje de mi vida. Como los cinéfilos más
ortodoxos e iracundos que retrata Monroy, también me sentí ofendido por ver que
la calidad del documental dejaba bastante que desear (ese uso barato y tramposo
de la música en las escenas más dramáticas, arj). Sentía que cada decisión mal
tomada era un ultraje a la vida de Casillas y, por ende, a la mía.
Pero lo heavy es
que, tantos años después del declive de mi ídolo, aún no lo he superado.
Cuando veo los capítulos sobre su triste despedida del Madrid y sobre el odio que
despertó en muchos de los aficionados del club al que perteneció desde los ocho
años, un dolor indescriptible aparece en mi cuerpo. Se me revuelve todo, se me
humedecen los ojos y siento como si me estuvieran disparando. En realidad, me
llevo sintiendo así desde que Mourinho le sentó en el banquillo en Málaga, en diciembre
de 2012, y todavía no me he podido recuperar.
Hablando de la decadencia
de los ídolos, el otro día vi El crepúsculo de los dioses. El personaje
protagonista de la película es Norma Desmond, una estrella del cine mudo que ha
caído en el olvido con el paso al cine sonoro. Ya nadie la llama ni se acuerda
de ella. Su mayordomo tiene que escribir cartas en nombre de fans inventados
para que no se derrumbe. Como no asume su ocaso, se pasa el día viendo en su
casa las películas que protagonizó en su época de esplendor. Ella está
convencida de que es única e irrepetible y de que sigue siendo una actriz
soberbia. “Yo soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas”, llega
a decir en un momento de éxtasis. Eso mismo pienso yo de Iker cada vez que vuelvo
a Youtube para ver vídeos de paradas suyas que me sé de memoria y que me hacen sentir
que ese mundo pasado todavía está aquí.