No osaría jamás declararme un experto en Kennedy. Ni
siquiera en la hipotética situación (no descartable dentro de unos años) en que
hubiera buceado arduamente en ingentes escritos sobre su presidencia, su
magnicidio o su legado. Nunca sería tan temerario de presentarme con tal
calificativo. Hace poco más de dos años que quedé atrapado de alguna forma por
el insoslayable atractivo de la figura de John Fitzgerald Kennedy y, desde aquel
entonces, empujado en parte por la irracionalidad que siempre acompaña a los
mitos, no ha cesado mi interés por hallar esa idealizada verdad que anhelamos
continuamente cuando nos disponemos a ahondar en los acontecimientos de la
historia. Pretendemos, más conscientemente de lo que creemos, simplificar a los
personajes y a los sucesos de la historia en una frívola y maniquea
segmentación entre buenos y malos en la que, de manera ingenua, nos proponemos
localizar la verdad absoluta. Cuando, si de verdad nos adentramos en el pasado,
rápidamente descubrimos que los matices no desaparecen en la historia, sino que
se multiplican con una celeridad fascinante conforme profundizamos en ella.
Desde que el mito de Kennedy picara mi curiosidad hace un
par de años, pocas han sido las ocasiones en las que he denegado el aterrizaje
de nuevas noticias, libros, artículos, documentales o películas acerca de este
personaje que, con el paso del tiempo, ha ido adquiriendo, inexorablemente,
cierto protagonismo en mi vida. Sin embargo, mis constantes intentos por
esclarecer la figura de Kennedy se han visto notablemente frustrados, pues las
dudas y las sombras se agrandan cuando más cerca estamos de ellas. El
conocimiento, paradójicamente, nos hace sentir más ignorantes.
En la Antigüedad, el ser humano tendía a explicar el mundo a
través de mitos cuyos autores se desconocía, ya que pertenecían a la
colectividad. Mediante los mitos, el ser humano mitigaba el desamparo que
sentía frente a una naturaleza que le desbordaba por completo. Los mitos eran
relatos fantásticos, totalmente acríticos, que en sucesivas ocasiones apelaban
a personajes legendarios, como dioses o héroes del Olimpo. Constituían una explicación
irracional del mundo cuyo objetivo no era sino aliviar la desazón a la que
someten la ignorancia y el desconocimiento sobre las leyes que rigen la
naturaleza y, por ende, los fenómenos que afectan directamente al ser humano. El
pensamiento racional y reflexivo reemplazó a los mitos con la transición que en
filosofía se conoce como el paso del mito al logos (“razón” en griego), que da
lugar al establecimiento de un orden dentro del caos a partir de la observación
de la realidad y la reflexión racional sobre ésta.
Sin embargo, con la persistencia del mito de Kennedy advertimos
que los mitos no han desaparecido por completo de la esfera del pensamiento
humano a pesar de encontrarnos en pleno siglo XXI, justamente cuando el
racionalismo se expande más que nunca, como ilustran los abundantes avances y
descubrimientos científicos que se continúan llevando a cabo. Este fenómeno es,
cuando menos, chocante, en la medida en que refleja el rechazo voluntario a las
dotaciones racionales de las que dispone el ser humano. ¿Qué causas empujan al
ser humano a parapetarse en la irracionalidad? ¿Cuáles son las motivaciones del
mito de Kennedy?
Frente al mundo desolado, taciturno, lúgubre y
desesperanzador que legó la Segunda Guerra Mundial, Kennedy ofreció una imagen
segura, energética y positiva que se proponía encauzar a la humanidad en el
camino de la convivencia dentro de la paz. Kennedy proveyó a los ciudadanos de
esperanza, que era justamente aquello de lo que carecían. Prometió no escatimar
en esfuerzos para lograr establecer la Nueva Frontera, que no era sino una
metáfora del mundo reinado por la libertad y por la igualdad de oportunidades al
que él aspiraba. “Más allá de esa frontera están los inexplorados ámbitos de la
ciencia y del espacio, los problemas no resueltos de la paz y de la guerra, los
invictos bolsillos de la ignorancia y de los prejuicios, de las preguntas sin
respuestas, de la pobreza y de la abundancia”. Inmersos en unas circunstancias
históricas tan poco halagüeñas, no era de extrañar que numerosos ciudadanos se adhirieran
a los desafíos que Kennedy invitaba a superar conjuntamente. Independientemente
de cómo se desarrollara su presidencia, Kennedy ofrecía un discurso altamente
tentador, en tanto que esperanzador y persuasivo. Una amplia cantidad de
estadounidenses se aferró al joven presidente únicamente por su mensaje
positivo, sin contemplar después la efectividad de sus decisiones. Simplemente
importaba encontrar un lugar donde desprenderse de la desesperanza.
El mito forjado tras el magnicidio de Kennedy no consiste,
ni mucho menos, en una edulcoración de la figura del 35º Presidente de los
Estados Unidos, sino que, más bien, refleja una edulcoración de aquello que
jamás existió. Por esta razón, hablamos de un mito, porque es totalmente
irracional, en la medida en que no tiene sentido alguno recurrir a
explicaciones basadas en lucubraciones. Así como en la Antigüedad el ser humano
se amarraba a los mitos para lograr un equilibrio existencial, tras la devastadora
Segunda Guerra Mundial, el ser humano continuaba necesitando, en parte,
aferrarse a pilares irracionales para poder sobrellevar una existencia que
también le rebosaba, no por la carencia de conocimientos, como en la
Antigüedad, sino al contrario, por la abundancia de conocimiento, que había
conducido a un uso inhumano y vil de la tecnología y de la racionalidad. “Pensamos
mucho, pero sentimos muy poco”, como diría Chaplin.
La exigua presidencia de Kennedy está rodeada de infinitas
luces y sombras que dificultan sobremanera extraer una conclusión nítida sobre
sus logros. En mi opinión, las luces superan a las sombras. Pero no es esto lo
que nos concierne ahora. Recordamos, cincuenta años después, a Kennedy no por aquello
que hizo, sino por aquello que prometió hacer. No le recordamos tanto por sus
éxitos o por sus fracasos, como por la luz que desprendían sus palabras en un
contexto histórico en el que la oscuridad se había apoderado de la humanidad. El
mito de Kennedy no se construye sobre sus actuaciones, sino sobre el aura de
esperanza que jamás le abandonó. Hoy día, continuamos evocando a Kennedy por
nuestra intrínseca incapacidad de avanzar en este mundo sin abrigar
pensamientos idealistas e irracionales, los cuales nos permiten aligerar la
crudeza de la existencia a través de la firme esperanza de que siempre puede
producirse el cambio. La esperanza, como la llama de Kennedy, nunca deja de
titilar.