Sé a lo que me expongo al proponerme tratar un tema tan delicado. Únicamente, ruego un poco de transigencia y una mentalidad abierta ante lo que voy a escribir.
Mañana, 11 de septiembre,
coincidiendo con la Diada, tendrá lugar la cadena humana por la independencia
de Cataluña. Todo apunta a que será un acontecimiento que agudice, aún más si
cabe, el sentimiento independentista estimulado especialmente desde que Artur
Mas llegara a la presidencia de la Generalitat. Será un evento revulsivo, lo
que no quita que sea totalmente ridícula e hiperbólica la comparación que Mas
ha establecido con el "I have a dream" de Luther King. Paralelamente,
en la víspera de la Diada, aparecen en El
País unos comentarios polémicos espetados en 2005 por Pérez de los Cobos,
presidente del Tribunal Constitucional, quien sostuvo que "los catalanes
han sido educados en el desprecio a la cultura española". A mi parecer, la
visión de Pérez de los Cobos es bastante errónea, en suma, esa perspectiva tan
expandida no hace sino incrementar el distanciamiento de Cataluña con el resto
de España; o del resto de España con Cataluña, como quiera entenderse.
Que quede claro: no soy ni
catalanista, ni independentista, ni mucho menos nacionalista. El nacionalismo
es, en mi opinión, un sentimiento sectario y deplorable. ¿Qué es el
nacionalismo? Ni los propios nacionalistas lo tienen claro. Yo lo definiría
como la identificación conjunta de un grupo de personas que comparten unos
rasgos (el idioma, costumbres, tradiciones… Hasta aquí, todo es bastante
comprensible, esta identidad compartida podríamos denominarla patriotismo) que
exalta su identidad colectiva, pretendiendo sobreponerse al resto de
identidades. En este último matiz, es decir, en la manifestación de cierto separatismo,
reside el que es, a mi parecer, el grave y abominable error del nacionalismo,
aquello que lo convierte en un sentimiento grotesco e incluso megalómano.
Además, identificarte especialmente con tus allegados, no debiera ser un
impedimento para sentirte identificado con personas con rasgos distintos de los
tuyos. Estableciendo un símil (perdónenme si resulta demasiado simple y frívolo)
ese sentimiento de identificación del nacionalismo es comparable con el de
cualquier miembro de una familia con sus parientes. Tanto la familia como
nuestro lugar de nacimiento son fruto del azar, pues no elegimos dónde
establecernos al nacer. Sin embargo, pese a que este fenómeno, en tanto que
azaroso, carece de racionalidad, solemos identificarnos fuertemente con
nuestros parientes y con nuestro lugar de nacimiento (o de desarrollo), e
incluso les tenemos un cariño especial y, con frecuencia, mayor que al resto.
Sin embargo, estas características casi intrínsecas a nuestra persona, no son
óbice para que, a lo largo de nuestra vida, gocemos de numerosas amistades (exentas
de imposiciones del azar) y descubramos infinidad de lugares que nos cautivan
igual, o incluso más, que el nuestro. El nacionalismo, por tanto, limita el
conocimiento del mundo y de la humanidad. Además de fomentar la irracionalidad.
Ahora bien, cuando aparecen
figuras importantes de nuestra política como Pérez de los Cobos e Ignacio Wert
(no se olvide su ya célebre “hay que españolizar a los catalanes”) pronunciándose
sobre el tema de Cataluña, no se sabe bien si su verdadero propósito es frenar
la ola nacionalista o impulsarla. En primer lugar, me parece que no es
Cataluña, como indica Pérez de los Cobos, sino Wert, quien “educa en el
desprecio a la cultura catalana”. Existe en España, sobre todo en Madrid, una
especie de tendencia a concebir como arma política y como peligroso y dañino
para el castellano la existencia del catalán. Resulta hilarante que pueda
tenerse miedo a una lengua hablada por apenas 11.5 millones de personas, frente
a los 500 millones de castellanohablantes que hay en el mundo. Yo mismo, que hablo
valenciano, sufro en ocasiones esta broma de mal gusto cuando se me pregunta
por qué narices hago uso de esa mierda
de lengua que no sirve para nada.
Existe una confusión enorme y perniciosa acerca del uso del catalán y del
castellano. Hablar catalán no es sinónimo de atacar al castellano, del mismo
modo que emplear el castellano no significa tener algo en contra del catalán. Es
compatible, como es mi caso, abrazar, apreciar y usar ambas lenguas. Sin
embargo, en los últimos años se está intentando incompatibilizar, como bien se
plasma en los actos y en las palabras de Wert.
Sería una salvajada que se intentara reducir o
imposibilitar la enseñanza en catalán, puesto que constituiría el primer paso
hacia la desaparición de una lengua minoritaria que, como tal, necesita ser
reforzada y enseñada a partir de las escuelas. El castellano, en cambio, se aprende
casi por inercia, pues la mayoría de libros, de prensa escrita y de programas
de radio y televisión optan por utilizar esta lengua a la hora de expresarse.
Hecho que se refleja en la encuesta que se realizó hace unos años en Cataluña y
que muestra cómo el conocimiento del castellano está muy por encima del catalán
entre los ciudadanos de esta comunidad autónoma. Por consiguiente, los ataques
a esta lengua minoritaria alientan a los catalanes a escudarse en el nacionalismo,
pues la lengua es una parte fundamental e inalienable de la cultura de
Cataluña, una parte sin la cual no pueden concebir su identidad.
Atacar el catalán, por recelo del
castellano, constituye también una actitud nacionalista y, por ende,
intransigente. Resulta contradictorio e incoherente la cantidad de españoles
que se enervan con el nacionalismo catalán, pero que, sin embargo, manifiestan
un nacionalismo, en su caso español, mucho mayor. El problema del nacionalismo
no es de qué tipo es, sino el nacionalismo en sí.
En la actualidad, estamos
inmersos en un estado de confusión e incertidumbre acerca del futuro de España
y de Cataluña. No sabemos con certeza qué va a suceder, sin embargo, intuimos
que este proceso no va a estar exento de confrontaciones y conflictos. Cómo
solucionar esta situación deviene, pues, en una obligación ineludible para nuestro
presidente del gobierno, quien se muestra demasiado esquivo ante un tema tan trascendental.
Quizás la convivencia entre España y Cataluña podría recuperarse si dejásemos
de una vez por todas los nacionalismos a un lado e izáramos, en lugar de tantas
banderas diferentes, una sola: la de la tolerancia.